Ignacio Echevarría
El detalle queda lejos de ser anecdótico. Evidencia cierta inseguridad en el carisma y la autoridad del líder o del representante en cuestión. Cierta pérdida de individualidad. Evidencia también cierta previsibilidad del contenido de su intervención, en la medida en que se da por supuesto que el público consiente y aplaude las palabras del orador o del portavoz, las respalda. Ya no hay tensión dialéctica: solamente un discurso recitado, ajustado a un guión. Orador y público aparecen sintetizados en una misma toma. Se suprimen tanto el contraplano como el plano general. Se suprime la pregunta acerca de cuánto es el público, cuáles sus reacciones.
Se trata de un indicio más, sin duda significativo, de la tendencia creciente a que el público sea el mensaje, el contenido mismo del acto que se celebra.
Esta tendencia impregna toda nuestra cultura, cuya impronta es cada día más plebiscitaria, mercantil. El mundo del libro no es ajena a ella. Lo demuestra el hecho de que, lo mismo que en el cine, el argumento decisivo para leer un novela muchas veces sea el dato, llamativamente destacado sobre la cubierta o en una faja, de que lleva vendidos tantos miles de ejemplares. Al lector, como al consumidor en general, le pone la idea ser partícipe de un "fenómeno" colectivo, de contribuir al número impactante de supuestos lectores y formar parte de él. Podría decirse que, al comprar ese libro que tantos otros ya han adquirido antes, el lector está suscribiendo su condición misma de público, insertándose en ella. En adelante, él será uno de los 25.000 o 50.000 ciudadanos que han optado por ese libro, y cada vez que se hable de su éxito se estará hablando un poco de él. Semanas atrás me preguntaba desde aquí mismo si el hecho de que un libro de supuesta entidad permanezca durante muchas semanas en las listas de los más vendidos, rodeado de otros títulos más dudosos, volcaba alguna sospecha sobre él. Hay demasiados precedentes de lo que se llama best-sellers de calidad, incluso de calidad incuestionable, como para alentar seriamente esa sospecha. Así y todo, entre las herencias del romanticismo se cuenta un cierto prurito de incomprensión por parte del artista con conciencia de serlo. De ahí que, aun cuando lo busque, el éxito conserve todavía para él un cierto elemento de intranquilidad. Pues la obra de arte que se tiene por más elevada ha solido ser aquella que de entrada no complace al público, que forcejea con él y lo fuerza a salir de sus propias convenciones, imponiéndole con esfuerzo su propia novedad.
En cualquier caso, conforme el público de un escritor se amplía, se vuelve cada vez más incierto. Salvo en las sesiones de firma de ejemplares y alguna que otra charla, para el escritor constituyen siempre un enigma sus lectores. Si vende mil, o cinco mil, o diez mil ejemplares de sus libros, puede llegar a hacerse una vaga idea. Pero cuando se traspasan según qué cifras, el contento que ello produce lleva aparejada una cierta inquietud: ¿quién será toda esa gente?
El escritor de best sellers lo sabe bien, y esa es la razón de su éxito. El escritor que se tiene a sí mismo por artista, sin embargo, no deja de sentirse incómodo ante la posibilidad de que se trate de un malentendido, de que lo hayan tomado por otro, de ver asimilado su libro con ese público que lo aplaude y que se reconoce en él, con él.
A diferencia del político, a ese escritor no termina de gustarle verse retratado con tanta gente detrás.
Y tiene razón: según cómo, da miedo.