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Mínima molestia

Rito

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

22 diciembre, 2011 01:00

Ignacio Echevarría

Me pidieron de una revista un artículo sobre la infancia y, para salir del apuro, eché mano de un breve apunte de Elias Canetti que tiempo atrás llamó mi atención. Aunque recogido en El corazón secreto del reloj, libro publicado en 1987, el apunte corresponde al año 1982. Canetti contaba entonces setenta y siete años, y hacía sólo diez que había nacido su primera y única hija, Johanna, que tuvo muy tardíamente. Estaría Johanna en el parque, o en una fiesta, y probablemente se pusiera a jugar con otros niños, sugiriendo a Canetti esta escueta observación: "La niña transmite su infancia a otros cada vez más pequeños".

A los diez años, los niños, las niñas sobre todo, apenas empiezan a abandonar la infancia, a internarse con curiosidad creciente en el mundo de los adultos. Si se relacionan con niños mayores, mimetizan ya las actitudes del adolescente. Pero en la proximidad de niños más pequeños, sobre todo si no hay testigos, es fácil que desciendan a su propia infancia para ponerse al nivel de ellos, y que se pongan a jugar como enseñándoles a hacerlo.

La infancia se transmite, en efecto, como Canetti observa con agudeza. Y no sólo de un niño a otro, también entre niños y adultos. Podría hablarse de una cadena de la infancia, mucho más viva en el pasado, cuando la vida entera transcurría generalmente rodeada de niños: hermanos pequeños, primos, vecinos; y enseguida, sin apenas solución de continuidad, sobrinos, hijos de amigos; y luego, mucho más temprano que ahora, los propios hijos, varios por lo general... Etcétera. El caso es que apenas se perdía el contacto con la infancia; se convivía con ella de manera casi inevitable.

En sólo dos o tres generaciones, sin embargo, las cosas dieron un vuelco. Las familias, antes numerosas, se redujeron drásticamente. Los niños sin hermanos, que antes eran más bien escasos y despertaban la curiosidad y la conmiseración de sus compañeros de clase, empezaron a ser mayoría. Y comenzó a pasar lo que hoy es corriente: que haya hombres y mujeres para los que transcurren años, a veces décadas, sin tener un niño cerca, sin hablar o jugar con él, sin observarlo distraídamente, sin asomarse a su recóndita intimidad.

Hombres y mujeres que se deciden a ser padres ya tarde sin apenas recordar qué es un niño, dado que los últimos con los que tuvieron algún trato fueron, prácticamente, sus propios compañeros de escuela. Desde entonces, sólo muy ocasionalmente los han tenido en su proximidad, y apenas se han ocupado de ellos, con ellos. De modo que sus propios hijos, cuando los tienen, se les aparecen de pronto como criaturas enigmáticas, a ratos indescifrables, con las que les cuesta establecer un lenguaje compartido, más acá del amor y la vigilancia: el lenguaje de la fantasía, de los desplazamientos, de las realidades superpuestas; el dificilísimo lenguaje de los juegos, y no sólo el de la autoridad, el de la educación y el cuidado.

La infancia queda atrás, pero no fuera de uno mismo. No es como una piel de la que uno se desprende cuando muta en adulto: viene a ser más bien como una facultad, un músculo que se atrofia con el desuso. Es un tópico decir que toda persona conserva un niño dentro, un tópico que sale a colación cuando un adulto cualquiera se comporta como un niño. Pero cuando este tópico se hace patente, en realidad, es cuando se ve cómo determinados adultos se relacionan con los niños, cómo -a diferencia de la mayoría- son capaces de establecer con ellos una inmediata complicidad. La infancia aflora en ellos de forma espontánea cuando un niño se les aproxima. No se trata de que tengan mano con los niños, como suele decirse. Simplemente, conservan activo el músculo, la facultad de la infancia. Conservan viva, palpitante aún, su propia infancia.

La observación de Canetti admite ser invocada en estas fechas para considerar hasta qué punto las fiestas navideñas son un rito de transmisión de la infancia, un rito que cumple con la función, mucho más necesaria ahora que antes, de reactivar esa facultad que el adulto suele olvidar o reprimir.

De un año a otro, las fiestas navideñas escenifican, mejor o peor, nuestra propia infancia, y nos obligan a revivirla.

Piénsenlo, y entreténganse con esta idea en lugar de despotricar por tener que acudir a según qué convocatorias familiares que se les antojan empalagosas.

Y feliz Navidad, qué quieren que les diga.