Ignacio Echevarría
Marías nació en septiembre de 1951. Aunque precocísimo escritor, cuesta pensar que como lector empezara a madurar antes de los catorce años. Para entonces, sin embargo, el realismo social que prosperó en España durante la década de los cincuenta ya había entrado en franco declive. En 1962, recuérdese, se publicó Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, novela de la que suele decirse que supuso la superación de la estética social-realista. Ese mismo año de 1962 Mario Vargas Llosa obtuvo el Premio Biblioteca Breve con La ciudad y los perros, y detonaba lo que se ha dado en llamar boom de la narrativa latinoamericana, que atraería la atención de los lectores españoles -y del mundo entero- sobre una avalancha de libros y de autores deslumbrantes, que trabajaban en coordenadas muy alejadas de las del realismo.
Sin restar a Los dominios del lobo un ápice de su osadía, de su gracia, de su frescura, cabe decir que cuando se publicó la novela hacía ya unos cuantos años que en España se escribían -y no sólo se leían- libros que se desmarcaban netamente de las prácticas del realismo social, cuando no las cuestionaban abiertamente. Por ahí Gonzálo Suárez ya había hecho de las suyas, y Juan Benet había trazado muy provocadoramente su muy exigente programa literario, ejerciendo un destacado magisterio entre los más jóvenes y prometedores escritores.
Fue Benet, precisamente, quien más contribuyó a difundir la idea de la que se hace eco Marías cuando se refiere al "daño que nos hizo el realismo social". Pero si ya resulta difícil pensar que ese daño fuera grande en un caso como el de Marías -lector bien orientado desde sus comienzos, que no parece haber perdido mucho tiempo leyendo libros de esa cuerda-, es altamente improbable que se produjera entre lectores más jóvenes, como yo mismo, crecidos en un entorno cultural -el de los años setenta- de una extraordinaria potencia creativa. Y sin embargo, en los años ochenta se consolidaría esa idea de que, poco menos que hasta la muerte de Franco, la narrativa española fue un erial para la imaginación, un campo de berzas, un terreno esquilmado por el empeño de someter la literatura a imperativos de orden ético o directamente político.
El anatema que en su día recayó sobre el llamado realismo social ha supuesto el arrinconamiento a la letra pequeña de los manuales literarios de un puñado de escritores y de libros cuya valía no ha vuelto a ser contrastada. Con la perspectiva del presente, se hace evidente que el repudio recaía sobre el calificativo "social", y no sobre el sustantivo "realismo", puesto que el realismo, en su acepción más blanda, informe y achatada (dígase costumbrismo), ha continuado siendo el patrón dominante en la narrativa española de las últimas tres décadas.
Lo imperdonable de aquella estética era, al parecer, su voluntad de incidir críticamente en la conciencia del lector con intención de movilizarla. La radical segregación del componente político en todo lo relativo a la cultura ha vuelto escandalosa para el común de los lectores la sola idea de que la literatura se pueda instrumentalizar de ninguna forma, siendo como se pretende que sea un ámbito aséptico.
Pero ya Manuel Vázquez Montalbán reivindicaba en los noventa el importante papel de vanguardia cultural -y no sólo ideológica- que en su momento desempeñó la promoción de escritores que en los años cincuenta impulsaron el realismo social, en lo que entonces sí era un erial cultural. "Hay que retomar a los escritores de los cincuenta -escribía MVM- porque hacerlo significa retomar el pulso de la mejor literatura española, perdiendo ya ese doble extraño complejo de culpa o de inferioridad que ha gravitado sobre ella".
En tanto ello ocurra, no obstante (y cuesta creer que vaya a ocurrir alguna vez), algunos de los escritores más emblemáticos del realismo social -como Jesús López Pacheco, como Armando López Salinas, como Antonio Ferres- constituyen casos a menudo sangrantes de escritores perdidos, injustamente marginados de la memoria que contribuyeron a reconstruir, a edificar.