Ignacio Echevarría



El cierre del diario Público resulta por muchas razones lamentable, además de preocupante. Echaré particularmente en falta las incisivas columnas políticas de Isaac Rosa y los ácidos, a menudo carcajeantes apuntes de Roberto Enríquez (Bob Pop) sobre televisión y crónica rosa. Con Roberto, por cierto, coincidí días atrás en una charla que impartía el Colectivo Todoazén en el Museo Picasso de Barcelona. Al concluir la charla, nos fuimos unos pocos a tomar cualquier cosa y, como es casi preceptivo de un tiempo a esta parte, la conversación recaló durante un rato en las preocupantes perspectivas que se ciernen sobre el sector editorial. Roberto vino a decir que no veía que los editores acertaran a vender bien sus productos, que le parecía a él que no sabían transmitir convenientemente la idea de que la lectura puede constituir, sobre muchas otras cosas, una experiencia.



No estoy muy seguro de glosar correctamente las palabras de Roberto, pero arrimo el ascua a mi sardina y estiro aquí su reflexión en la dirección que ahora me interesa. El caso es que, cuando Roberto dijo lo que dijo, yo recordé esos packs de regalo que al parecer han hecho furor en los últimos años y con los que uno se topa en los FNAC o los Corte Inglés, entre otros puntos de venta. Se trata de una especie de carpetas que incluyen vales canjeables por las más diferentes actividades de ocio y de esparcimiento, desde una noche en un hotel con encanto a un circuito de spa, con masaje incluido, pasando por una actividad de riesgo, en plan aventura, cosas como practicar submarinismo, lanzarse en paracaídas y otras salvajadas.



La fórmula, como digo, ha hecho fortuna, y varias marcas compiten en comercializar esta manera tan socorrida de regalar algo a quien no se sabe qué regalar, o de aliviar la rutina y el aburrimiento que amenaza a tantas parejas ya no tan jóvenes. La oferta es apabullante, se ajusta a todos los apetitos y a todos los bolsillos, e insiste machaconamente en esa idea de "experiencia". Los títulos de los packs son conmovedoramente elocuentes. Les selecciono unos pocos, de un folleto cualquiera que ha caído en mis manos: "Refugio para dos", "Noche en la ciudad", "Entre viñedos", "Estancia en familia", "Cuerpo y mente", "Te quiero" (?), "Mundo de sensaciones", "Bienestar para él", "Estancia cultural", "Desafío total", "Adrenalina extrema".



¿Se imaginan?



Ya les digo que los precios son muy competitivos, algunos iguales o muy poco superiores a los de un libro corriente. Pero cubren un espectro que va de 15 a 300 euros, para que se hagan una idea. Retomando la observación de Roberto Enríquez, me pregunto a su vera cómo ningún editor toma nota de esta estrategia comercial y se plantea emularla, adaptándola convenientemente a sus intereses. Se trataría, primero de todo, de insistir, sí, insistir en esa idea de que la lectura de un libro puede constituir una experiencia singular, valiosa y absorbente, comparable en intensidad a cualquiera de las que se brindan en esos packs, y a menudo más compleja y enriquecedora, además de conservable y transmisible.



Oh, no, por favor, no pretendo aquí abundar en la manida prédica de los beneficios de leer y de, a través de la lectura, hacernos más cultos, más civilizados, más listos y hasta más guapos. Me limito a encarecer, como postula Roberto, el valor de experiencia que tiene una lectura realizada en las condiciones adecuadas, oportuna y bien orientada, convenientemente segregada de esa actividad instrumental o prospectiva, a menudo azarosa, discontinua, dispersa, en que suele traducirse comúnmente el asiduo acto de leer frente a un ordenador, reclamado por todo tipo de solicitudes; o de ojear un periódico o una revista.



Contemplo los abigarrados expositores de esos packs de "experiencias" y me pregunto cómo editores y libreros no aciertan a presentar sus productos de modo equivalente, en una gama infinitamente más variada y flexible, adaptable a todos los gustos, necesidades e intereses, a todas las frecuencias y disponibilidades de tiempo.



Si uno de esos packs de ocio -observo ahora, intrigado- ofrece un fin de semana "con experiencia cultural", así, sin más, ¿qué demonios dificulta que un editor convenza a los consumidores de que tiene reservado para ellos, mediante la modesta inversión de 18 euros, pongo por caso, una entretenida jornada en Dublín, un excitante devaneo amoroso, una trepidante pesca de ballenas, una relajante meditación sobre el tiempo o un estremecedor recorrido por el río Congo?



Digo, por ejemplo.