Ignacio Echevarría
Algo semejante ocurre con la obra de aquellos autores de los que, como de ciertas ciudades, hemos oído hablar a menudo, que tenemos deseos de leer, y en los que finalmente nos adentramos. Me pregunto cuánto influye, en el impacto que nos producen, en la afición que les cobramos, el primer libro que leemos de ellos.
De la obra de todo escritor, tanto más si está concluida, podría levantarse un plano en el que se ordenaran sus diferentes títulos, conforme a un criterio no necesariamente cronológico. Ese plano, en cualquier caso, se correspondería con un territorio susceptible de ser recorrido de muchas maneras.
Levantar el plano sería tarea de los críticos e historiadores literarios. Sugerir el mejor recorrido posible, con vistas a que el territorio luzca sus mejores cualidades, sus más cautivadores paisajes, sería tarea de una figura que no coincide exactamente con la del crítico ni con la del historiador, si bien cabría postular que uno y otro la encarnasen en algún grado: me refiero a la de lo que, para entendernos fácilmente, podríamos llamar guía literario, una especie de experto y solícito recomendador, capaz de aventurar rutas literarias que no siempre coinciden con las más trilladas por los manuales y por los cánones al uso. Sugiero que hay un factor estratégico en el modo de acceder a la obra de un escritor, que atiende a criterios de recepción de carácter subjetivo, de orden psicológico, pero que, como vengo diciendo, determina en amplio grado el efecto que ese escritor nos causa.
Todo lector tiene la experiencia de haber quedado decepcionado por la obra de un escritor unánimemente aclamado, al que se ha asomado empujado por la recomendación de algún amigo o intrigado por un generalizado y muy favorable estado de opinión que lo impele a contrastarlo por sí mismo. Habría que considerar hasta qué punto la decepción o el disgusto sentidos son consecuencia, tanto o más que de una falla idiosincrásica o de una objeción estética, de una mala elección a la hora de abordar al autor en cuestión. Pues ocurre que, excepto en casos contados, la obra de un escritor ofrece alturas muy diversas, amenidades de índole muy diferente, variadas luminosidades, aun si se trata de uno de esos autores que parecen jugar una y otra vez la misma partida, con fortuna cada vez distinta.
Pienso, al decir esto último, en una escritora como Iris Murdoch, cuyas novelas suelen reiterar un mismo esquema vodevilesco que tiene por asunto recurrente los efectos del enamoramiento y sus azarosos vínculos con el amor, el bien y la felicidad. En su momento, el lanzamiento de una Biblioteca Iris Murdoch por parte de la editorial Lumen supuso para mí todo un alegrón, que me invitó a especular con una auténtica fiebre por esta autora hacia la que siento particular predilección, dado que su lectura, siempre edificante, me procura una dicha casi injustificable, que tiendo a juzgar contagiosa. Pues bien, ocurrió que, con el escrúpulo de inaugurar la biblioteca con un título inédito en español, los editores escogieron como mascarón de proa una novela muy tardía de Murdoch, La negra noche, que no se cuenta precisamente entre las mejores de ella. Para mi consternación, el rescate de Iris Murdoch no tuvo el impacto previsto, y su biblioteca languideció tristemente, a pesar de que en ella se sucedieron títulos tan infinitamente recomendables como El mar, el mar, El príncipe negro o El sueño de Bruno.
Nadie me quitará del cráneo que el fracaso de la biblioteca fue consecuencia, entre otras cosas, de esa mala elección de su título inicial, llamado a concitar la atención de los comentaristas y de los lectores más puntuales. Y qué calamidad, para quienes desistieron de proseguir, haberse perdido el festín al que fueron convocados.
Cuántas veces, me pregunto, no nos habrá ocurrido una cosa así.