Ignacio Echevarría
El futuro del reseñismo, venía a decir Baumgart, "depende, en definitiva, de si una nueva literatura es capaz de lograr nuevas formas y de continuar desempeñando su papel en una cultura de masas". Baumgart pretendía que esto último sólo sería posible en la medida en que dicha literatura se adapte a aquello que, en su célebre ensayo sobre La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, de 1936, Walter Benjamin subrayaba como un síntoma saludable de las nuevas formas de consumo cultural: esa mezcla de disipación y de recogimiento, de "recepción en la dispersión", característica del público que antaño acudía a las salas de cine.
Para Baumgart, la literatura realmente nueva sería aquella susceptible de ser apreciada por un nuevo tipo de público que no hace ninguna distinción entre la actitud crítica y su propio deleite: una especie de "examinador distraído", conforme dice Benjamin que es el público formado al paso de las nuevas modalidades de arte. "Si realmente se llegara a este extremo -concluye Baumgart-, la tradición del enjuiciamiento artístico, todavía tan celebrado hoy en día, se aniquilaría por sí misma. Cualquier persona podría ser entonces un perito y el reseñita tan sólo sería ya una especie de delegado de este cuerpo general de peritos, ni más ni menos que como un simple disc-jockey".
A la altura de 1968, esta expectativa le parecía a Baumgart no sólo deseable, sino también necesaria, por mucho que la juzgasee todavía remota. Más de cuarenta años después, sigue resultando escandalosa e incluso preocupante para muchos, pero a cambio resulta mucho más próxima, yo casi diría inminente. Y lo es en la medida en que se ha confirmado y potenciado lo que, en el ensayo ya mencionado, Benjamin observara con su característica sagacidad: el radical trastocamiento de la tradicional jerarquía entre artista y espectador.
Benjamin recurría a "la situación histórica de la literatura actual" (y corrían los años treinta, recuerden) para ilustrar la dirección de este fenómeno. Durante siglos, escribía, "las cosas estaban así en la literatura: a un escaso número de escritores se enfrentaba un número de lectores cada vez mayor. Pero a fines del siglo pasado [el XIX] se introdujo un cambio. Con la creciente expansión de la prensa, que proporcionaba al público lector nuevos órganos políticos, religiosos, científicos, profesionales y locales, una parte cada vez mayor de esos lectores pasó, por de pronto ocasionalmente, el lado de los que escriben. La cosa empezó al abrirles su buzón la prensa diaria; hoy ocurre que apenas hay un europeo en curso de trabajo que no haya encontrado alguna vez ocasión de publicar una experiencia laboral, una queja, un reportaje o algo parecido. La distinción entre autor y público está por tanto a punto de perder su carácter sistemático. Se convierte en funcional y discurre de distintas maneras en distintas circunstancias. El lector está siempre dispuesto a pasar a ser un escritor. En cuanto perito, alcanza acceso al estado de autor".
Quien acierte a proyectar este impecable diagnóstico sobre la nueva era de Internet, estará en condiciones de anticipar los derroteros de mi próxima columna.