Ignacio Echevarría
Con el pretexto de procurar a los estudiantes de tercer y cuarto curso de carrera la oportunidad de realizar prácticas relacionadas con su especialidad, las universidades acuerdan con algunas empresas "convenios de cooperación educativa" por virtud de los cuales aquéllas se nutren de una mano de obra más o menos cualificada y, sobre todo, muy barata.
Sobre el papel, la cosa parece de lo más plausible: la universidad asegura velar por que, a cambio de desempeñar determinadas tareas a las que se atribuye un papel formativo, las empresas en cuestión retribuyan mínimamente a los estudiantes empleados, que así obtienen de su trabajo un doble beneficio: el de adiestrarse en un campo laboral afín a sus intereses, y el de ganarse un poco de dinero.
Pero resulta que las retribuciones que las universidades reclaman para sus alumnos son miserables. En Barcelona, por ejemplo, la Universitat Autònoma y la Pompeu Fabra ponen el listón en cinco euros la hora, mientras que la Universitat de Barcelona lo pone en dos euros, ¡dos! Eso implica que, por una cantidad exigua, a veces bastante inferior a los doscientos euros al mes, una empresa dispone de un machaca a media jornada al que no tiene que pagar la seguridad social y por el que apenas tiene que responsabilizarse.
La letra de los convenios dispone la designación de un tutor que certifique de que las prácticas contribuyan en efecto a la formación del estudiante. Pero ese control suele realizarse de un modo superficial y rutinario, y ocurre demasiadas veces que, aparte de una poca calderilla para sus gastos, el estudiante no saca de su experiencia mayor provecho que el de haber asomado la cresta al mundo laboral y, caso de ser muy espabilado y diligente, ser tenido en cuenta más adelante.
No es poco, se dirá, dados los tiempos que corren. Pero no deja de resultar cuestionable que las universidades promuevan y amparen estas fórmulas de explotación sin asegurarse muy escrupulosamente de que se cumplen con todo rigor las contrapartidas educativas. Por otro lado, basta consultar las más conspicuas bolsas de trabajo, y ver las abundantes demandas de becarios que en ellas se anuncian, para sospechar que las condiciones de esos "convenios de cooperación" han de resultar muy ventajosas para las empresas, a las que raramente cabe atribuir una vocación pedagógica, mucho menos filantrópica.
El mundo editorial ofrece numerosos ejemplos de la situación que aquí se dibuja. La dificultad de acreditarse en el glamouroso oficio de editor, para el que no existe una formación específica -fuera de algunos másters de postgrado, de utilidad harto dudosa-, hace que centenares de estudiantes compitan ansiosamente por acceder a él. Los afortunados que consiguen una plaza de becario, sin embargo, se encuentran muchas veces con que nadie en la editorial tiene el tiempo ni las ganas de instruirlos en unas tareas que difícilmente pueden enseñarse de otro modo que con una paciente colaboración. En lugar de recibir adiestramiento alguno, pasan las horas haciendo fotocopias o desempeñando tareas puramente mecánicas, cuando no llanamente embrutecedoras, de las que no cabe derivar ningún aprendizaje. Toda la recompensa consiste en poder decir más adelante eso: que han trabajado en una editorial. Y así se perpetúa el déficit formativo de que adolece este sector profesional, acostumbrado a servirse sin empacho de una gran masa flotante de mano de obra barata.
Más objetables aún que los "convenios de cooperación educativa" suelen ser los "convenios de prácticas académicas", por virtud de los cuales el trabajo del estudiante en una determinada empresa no es retribuido económicamente en forma alguna, sino por medio de créditos académicos. La universidad debería extremar en estos casos los controles relativos al provecho que obtiene el estudiante, expuesto en demasiadas ocasiones a la ausencia de escrúpulos que muestran sus empleadores a la hora de explotarlo a cambio de informar favorablemente sobre su actividad.
Sin duda hay empresas que cumplen celosamente con sus compromisos y dan sentido a los objetivos de estos convenios. Pero es de temer que la tendencia imperante sea la contraria.
En cualquier caso, lejos de constituir un indicio saludable, la proliferación de becarios debería ser tomada como preocupante síntoma de que las condiciones de acceso de los jóvenes al mundo laboral son cada vez más brutales.
Que conste, simplemente.