Ignacio Echevarría



Hace ya algunos años tuve el honor de decir unas palabras con motivo de la entrega del Premio Stendhal, que concede la Fundación Consuelo Berges, y entre otras cosas se me ocurrió sacar entonces a colación el tópico según el cual un buen libro es capaz de resistir una mala traducción. Mi experiencia, dije entonces -y reitero ahora-, me enseña lo contrario: que una mala traducción puede con un buen libro. Que puede borrarlo, liquidarlo. Y me enseña algo aún más temible: que un mal libro, a su vez, puede con un buen traductor.



Esto último parece más difícil de sostener, y dicho así resulta sin duda extremado. Pero lo cierto es que, cuando se entona la sempiterna letanía de los males que afligen a los traductores, se menciona pocas veces el daño que para cualquiera de ellos supone invertir tiempo y esfuerzos, a veces muy prolongados, en traducir malos libros. Ocurre, sin embargo, que hay traductores -y me temo que sean mayoría- que se dedican a traducir, uno tras otro, libros malos. A muchos no les queda más remedio, dada la baja exigencia de la industria editorial, en permanente situación de tener que proveer con libros infames a un público idiotizado. Pero no es raro el caso del traductor que, viviendo de su trabajo, ha decidido que, dada la escasa rentabilidad de esta profesión, y dada la irresponsable racanería de los editores -que tan a menudo no saben o no quieren diferenciar el grano de la paja, al menos cuando se trata de pagar-, sale más a cuenta traducir libros malos que otros más exigentes.



Lo que vengo a repetir es que, tanto como las condiciones materiales de su trabajo, en el oficio del traductor incide el contenido del mismo. A veces da la impresión de que todos los traductores son lo mismo. Y no es exacto. Por necesidad o por conveniencia, no importa ahora, hay traductores que trafican constantemente con textos basura. Lo que sostengo aquí es que resulta difícil resistirse a la erosión que esto último produce en la relación que un traductor termina por tener con el lenguaje, es decir con el elemento de su trabajo.



Dramatizo deliberadamente una situación que cabe resumir en los términos siguientes: como ocurre tan a menudo con -pongo por ejemplo- los carceleros, los guías turísticos o los porteros de discoteca, que adoptan maneras brutales con las que corresponden a su propia clientela embrutecida, los traductores que tienen que vérselas continuamente con malos textos terminan por asumir una actitud pragmática, inescrupulosa, a menudo cínica, que a la larga redunda en perjuicio de su propio hacer. Me parece que es éste un aspecto insuficientemente señalado, quizá porque se desliza subrepticiamente hacia el pantanoso terreno de la moral.



Como sea, recaliento para ustedes estas consideraciones para volcarlas ahora sobre el oficio del reseñista, susceptible de un mismo proceso de embotamiento y, llegado el caso, de envilecimiento. Basta de monsergas sobre la corruptibilidad de los reseñistas, sobre su ignorancia, sobre su mansedumbre y sus anteojeras. Lo que justifica no solo la incompetencia manifiesta y el estilo pésimo de tantos reseñistas, sino también, mucho más frecuentemente, su desconcertante mal gusto, sería la incesante rebaja de su listón que entraña el trato constante con textos de escasa calidad.



Esto vale particularmente para los reseñistas semanales que circunscriben su campo de actuación a un ámbito específico, pongamos por caso la literatura española, cuyo caudal medio, aun siendo digno, no justifica en absoluto los ripios y alharacas a que a da lugar demasiado a menudo.



Esto no es una provocación, y lamentaría que lo tomaran como tal algunos reseñistas que respeto. Me permito recordar que yo mismo me dediqué durante más de una década a reseñar puntualmente novedades de la narrativa española. Hablo, pues, con cierto conocimiento del asunto. Y lo que digo (dejando para otro momento razonables puntualizaciones y matizaciones) es que la lectura continuada de libros mediocres -una calamidad que a menudo apareja la profesión de reseñista- tiene en no pocos casos efectos narcóticos sobre el gusto e incluso sobre la inteligencia -y no sólo la moral- del reseñista en cuestión, cuyos puntos de referencia se van ablandando y desdibujando paulatinamente, hasta llegar a los extremos a los que nos tienen acostumbrados algunos de los críticos más conspicuos del panorama nacional, reacios a aplicarse la única vacuna contra este mal: el ejercicio de un criterio exigente y contrastado, así salten las chispas destinadas a evitar que acabe uno atontado.