Ignacio Echevarría



En un librito al que hacía referencia en mi anterior columna (Il romanzo, ovvero le cose de la vita, Turín, Argano, 2012), dice Francico Rico: "Uno no lee novelas para reducirlas a un álgebra de funciones o percibir la conversión de las metonimias en metáforas. Uno lee novelas por las mismas razones por las que sale al balcón cuando oye un ruido extraño en la calle o paga por entrar en el túnel del miedo. Por la voluntad de informarse, de averiguar cómo terminan las cosas; por el gusto de ejercitar a bajo coste los sentimientos y el aristotélico deseo de saber. Escribir novelas es una operación literaria, ciertamente, pero leerlas no lo es: salvo algunos casos marginales, se trata de un aspecto de la natural curiosidad humana, de una experiencia deportiva o lúdica, como las montañas rusas o una partida de golf".



Al emplear con patente regocijo estos términos tan contrastados, Rico da por supuesto el escándalo de ciertos lectores que han de sentir herida su vanidad como tales, rebajada a un simple pasatiempo una operación -la de leer novelas- a la que ellos atribuyen cierta complejidad o sofisticación, y unas motivaciones más elevadas.



Los argumentos de Rico dejan algunos flancos abiertos, no cabe duda, pero interesa aquí reparar en esa idea de que uno lee novelas "por la voluntad de informarse".



Algo parecido venía a decir César Aira en un ya viejo y célebre artículo, dedicado a dilucidar las diferencias entre lo que se suele entender por best-seller y lo que comúnmente se acepta como literatura ("Best seller y literatura", 2003). Aira terminaba ese artículo subrayando el rol tan distinto que la información, el saber práctico y contable, desempeña en uno y otro ámbito libresco.



"En la literatura, este saber siempre ha sido grande, pero siempre ha estado desvalorizado al subordinarse a un mecanismo artístico, en el que la verdad es sometida a una perspectiva", sostenía Aira. Y oponía el ejemplo de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, donde el abundante saber puesto en juego "no está desvalorizado en absoluto, muy por el contrario, está resaltado por la amenidad y el buen didactismo; tanto, que esta novela podría ser ideal para quien quisiera iniciarse en el estudio de la cultura medieval".



Aira se apoyaba en esta observación para rebatir "un equívoco frecuente": "el de quienes afirman que el best seller es un atentado contra la cultura". "Todo lo contrario -replicaba-. Leyéndolos se aprende de historia, de economía, de política, de geografía, siempre a elección y en forma entretenida y variada. Mientras que leyendo genuina literatura no se adquiere más que cultura literaria, que es la más inefectiva de todas".



Y bueno, habría algo que objetar a una conclusión tan aventurera, empezando por el hecho de que no pocos best sellers -entre ellos algunos de los que más fortuna han hecho en los últimos tiempos- ofrecen informaciones y saberes harto discutibles, cuando no peligrosamente confundidores. Pero aun cuando se trata de saberes efectivos y contrastables, el problema consiste en cómo ubicarlos, en cuál es el provecho que un lector común, precisamente el tipo de lector que no contempla ni por asomo iniciarse en el estudio de la cultura medieval, saca de -por seguir con el ejemplo de El nombre de la rosa- adentrarse en las controversias entre los franciscanos espirituales, liderados por Guillermo de Ockham, y el Papado, allá por el siglo XIV. A los efectos de su lectura, el fundamento histórico de esas controversias vale lo mismo que, en El Código Da Vinci, las delirantes conspiraciones vaticanas destinadas a ocultar que Jesús y María Magdalena estuvieron casados.



Como sea, lo cierto -y en esto tanto Rico como Aira tocan una cuestión fundamental- es que el desarrollo de la novela en cuanto género estuvo ligado al de la prensa escrita, en cuyo marco hizo su aparición esa nueva forma de comunicación que es la información.



Walter Benjamin hace a este respecto algunas observaciones fundamentales en su esencial ensayo sobre El narrador (1936), donde establece marcadas diferencias entre la novela moderna y el viejo arte de narrar. La decadencia de este último, según Benjamin, tendría que ver con "el papel decisivo jugado por la difusión de la información", que procura un conocimiento desprovisto de experiencia, que no se entreteje "en los materiales de la vida vivida", y que se sustrae en consecuencia del terreno propio de la literatura, que no es tanto el de la supuesta verdad de los hechos como el de su sentido.