Image: Volviendo a la estación de Atocha

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Mínima molestia

Volviendo a la estación de Atocha

Por Ignacio Echevarría Ver todos los artículos de 'Mínima molestia'

1 marzo, 2013 01:00

Ignacio Echevarría


En una entrevista reciente, Ben Lerner, el aplaudido autor de Saliendo de la estación de Atocha (Mondadori, 2013), venía a decir que el hecho de que en España el 11-M no hubiera provocado un aluvión de novelas le parecía una señal de salud literaria. "En Estados Unidos cada vez que ocurre algo la reacción del mercado es inmediata, en el cine, en la literatura. Ahora vendrá una lluvia de novelas sobre Occupy Wall Street, y así sucesivamente", añadía Lerner.

Da la impresión de que Lerner no ve con buenos ojos esa explotación literaria (y comercial) de los asuntos que jalonan la vida de su país. Es fácil presumir sus razones, y compartirlas. Sin embargo, también es fácil concluir que si la literatura y el cine norteamericanos son tan vigorosos se debe, entre otros motivos, a esa capacidad de reacción, de reflexión y de interpelación públicas que en conjunto muestran respecto a las cuestiones candentes para la vida de su nación, respecto a su historia inmediata.

Puede que el 11-M no haya provocado un aluvión de novelas españolas sobre el asunto, como dice Lerner. Pero muchos recordamos con bochorno el aluvión de declaraciones y de articulitos luctuosos que tantos escritores españoles se apresuraron a hacer públicos el día siguiente del atentado de Atocha. Retrospectivamente, el estado de shock justifica toda esa balbuceante palabrería, pero no deja de llamar la atención el hecho de que muy pocos de quienes se dejaron arrastrar por ella se hayan sentido llamados a volver sobre lo dicho entonces.

"No hay palabras", "Ningún diccionario incluye la palabra adecuada", "Esas palabras no existen"... Tales fueron algunos de los ripios que más insistentemente emplearon los escritores del momento. En la hora en que la palabra se revela impotente, hubiera cabido esperar que ellos, precisamente ellos, intentaran sobreponerse a esa impotencia o se acuartelaran en un silencio respetuoso y elocuente. Lejos de eso, sus manifestaciones del 12 de marzo de 2004 pusieron de relieve la ineptitud de la mayoría de los escritores españoles como intelectuales y su resignada conformidad con la simple función decorativa que se les asigna, con tanto mayor motivo en cuanto de sus escritos hace ya tiempo que ha desaparecido cualquier intento firme de comprender o de indagar, de explicar o de contestar la sociedad en la que viven.

A diferencia de Lerner, pienso que la escasez de novelas españolas sobre lo ocurrido el 11-M (un hecho decisivo para la sociedad española, ilustrativo como pocos del nivel de apoltronamiento y de servilismo alcanzado por el periodismo español y, en su estela, por la mayoría de los escritores e intelectuales que vocean en sus tribunas y columnas) es indicio de que, salvo muy evidentes excepciones, la narrativa española de las últimas décadas ha discurrido por vías muy alejadas de la realidad y de los problemas más acuciantes de la sociedad a la que supuestamente se dirige. Y no me parece que eso deba ser tomado, en términos generales, como un síntoma de salud, más bien lo contrario. Por grande que sea la suspicacia que despierte el oportunismo atribuible a quien explota literariamente la actualidad, suele ser más sospechosa aún -y sobre todo más irrelevante- la insistencia puesta en novelar la Guerra Civil o los años heroicos de la Transición, y de hacerlo además en clave sentimental.

En una entrevista también reciente, realizada con motivo de la publicación de su último ensayo, Todo lo que era sólido (Seix Barral, 2013), Antonio Muñoz Molina dice entonar un mea culpa en nombre de quienes, demasiado ocupados en lo suyo, como él mismo, dejaron de ver muchas cosas que estaban pasando a su alrededor. Muñoz Molina se refiere a lo ocurrido en la vida pública española en un pasado inmediato, y en referencia al comportamiento de los llamados intelectuales españoles (término que dice emplear en un sentido extenso, que incluye a los periodistas, además de los escritores) se permite aventurar "que el único intelectual comprometido que había en España en 2007 era El Roto".

Habían algunos más, me parece. No muchos, pero sí unos cuantos. Sólo que quizá hubiera que salir a buscarlos más allá de las páginas del diario para el que Muñoz Molina escribe.

El camino de Damasco parece muy concurrido en los últimos tiempos, y las cunetas andan llenas de peatones que se han caído del burro o del caballo. Puede resultar enojoso, pero no deja de ser un buena noticia.