Ignacio Echevarría

Hace ya tiempo que, cuando me preguntan a qué me dedico, respondo, medio en broma, que trabajo de secretario de mí mismo. Con ello vengo a insinuar que buena parte de las energías que despliego a lo largo de un día corriente están dedicadas a tareas menudas que sólo indirectamente tienen que ver con mis presuntas actividades de editor, de articulista o de lo que sea, por mucho que las más veces sean segregadas por éstas. Me refiero al cotidiano engrudo de cartas y de correos por responder, de llamadas por hacer, de compras y de gestiones que realizar, de protocolos y búsquedas que emprender, de cortesías que cumplir, de citas, reuniones a las que asistir, de peticiones o compromisos que satisfacer, etcétera, etcétera. El sinfín de menudencias, en definitiva, que, sin aceptarlo uno nunca, terminan por colonizar casi todo el tiempo disponible, relegando a un segundo plano aquello a lo que uno, en sus momentos de fatuidad o de optimismo, piensa que se dedica realmente.



Por ahí se publica de vez en cuando una columna o un prologuito firmados por mí, o un libro de cuyo cuidado he sido responsable; pero todo ello es el resultado escaso de haber conseguido zafarme heroicamente, a veces con muchísimo esfuerzo y astucia, de esas tareas que día a día se me imponen muy a mi pesar, y que cumplo con resignación nerviosa o melancólica.



Comentándolo un día con Edgardo Dobry, se acordó él de un "ambage" del poeta argentino César Fernández Moreno en el que dice, con mucha gracia: "Todo el día me hago de mucamo; de a ratos, me asciendo a secretario". Lo cual indica que esto de sentir uno que trabaja como mucamo o secretario de sí mismo es una experiencia bastante generalizada. No hace mucho, sin ir más lejos, en una de sus columnas ("Esclavizados y transparentes", del pasado 7 de julio), Javier Marías contaba cómo debía luchar contra propios y extraños para encontrar "huecos" en los que "dedicarme a lo que me dedico". "Me lleva tanto tiempo despejarme el campo de asuntos aledaños a mi oficio -decía- que hay días en que, cuando por fin me siento ante la máquina para meterme en mi absurdo mundo ficticio, estoy agotado y se me han hecho las seis de la tarde".



Repitiendo el otro día la gracia a una amiga, ésta me afeó, con toda razón, la pretenciosidad que entraña hablar de "secretario", cuando lo cierto es que esas tareas, que no suelen procurar aprendizaje ni provecho algunos, son más propias, al menos en estos tiempos, de un becario. Así que desde ese día, cuando me preguntan a qué me dedico, respondo que trabajo de becario de mí mismo.



Por lo demás, la fórmula sirve bien para camuflar con humorismo aquello que venía a expresar con desgarradora lucidez Mario Levrero en un pasaje cien veces citado de su impagable El discurso vacío (editado en España por Caballo de Troya, 2007). Se lee allí:



"Cuando se llega a cierta edad, uno deja de ser el protagonista de sus acciones: todo se ha transformado en puras consecuencias de acciones anteriores. Lo que uno ha sembrado fue creciendo subrepticiamente y de pronto estalla en una especie de selva que lo rodea por todas partes, y los días se van nada más que en abrirse paso a golpes de machete, y nada más que para no ser asfixiado por la selva; pronto se descubre que la idea de practicar una salida es totalmente ilusoria, porque la selva se extiende con mayor rapidez que nuestro trabajo de desbrozamiento y sobre todo porque la idea misma de ‘salida' es incorrecta: no podemos salir porque al mismo tiempo no queremos salir, y no queremos salir porque sabemos que no hay hacia dónde salir, porque la selva es uno mismo, y una salida implicaría alguna clase de muerte o simplemente la muerte. Y si bien hubo un tiempo en que se podía morir cierta clase de muerte de apariencia inofensiva, hoy sabemos que aquellas muertes eran las semillas que sembramos de esta selva que hoy somos".



Resuelto a pasar el mes de agosto refugiado en esta selva, a escondidas de mi becario, me despido de ustedes hasta septiembre.



Muy atentamente.