Ignacio Echevarría
Prolongo la reflexión que hacía en mi anterior columna en torno a la pregunta de si son realmente necesarias las reseñas negativas. La prolongo para desviarla en la dirección que me sugiere una de las anotaciones hechas por César Aira en su libro más reciente: Continuación de ideas diversas (Ediciones Universidad Diego Portales, 2014). Se trata de un libro verdaderamente excepcional, en el que Aira -siempre renuente a reunir los textos de sus ocasionales artículos, conferencias e intervenciones públicas- ofrece una luminosa gavilla de ideas "recortadas en forma de ocurrencias, recuerdos, anécdotas, chistes y otros mil azares del discurso, materia inagotable de la Asociación". Muchas de estas ideas, animadas por una inteligencia agudísima y una admirable pero en absoluto arrogante independencia de criterio, incitan al desarrollo y a la discusión de sus originales atisbos. Entre ellas, la que se formula en los términos siguientes:"Te comprendo, ¿quién soy yo para criticarte?", dice el bienpensante. Si pensara mejor todavía diría: "Te critico, ¿quién soy yo para comprenderte?". En efecto, me parece que comprender, efectuar la aprehensión intelectual, es más presuntuoso, más paternalista, más intrusivo que arriesgar una crítica. La crítica tiene una humildad, en tanto arriesga, desnuda y pone al descubierto, a la intemperie, el entramado intelectual que sostiene el yo del crítico".
No son el espíritu de la contradicción ni el gusto por la paradoja los que inspiran estas líneas. Es más bien el lúcido desenmascaramiento de uno de los tópicos que suelen oponerse con más convicción y tozudez -tanto mayores cuanto más autosatisfecho es el moralismo que las sostiene- al ejercicio cabal de la crítica. Me refiero al tópico de la comprensión entendida en su dimensión moral y no sólo intelectual, y desplazada, en consecuencia, a esa zona de su campo semántico en que colinda con la indulgencia, éste sí un concepto de naturaleza netamente moral.
Admito que no es a esto exactamente a lo que Aira se refiere. Él habla de la comprensión como "aprehensión intelectual", y se limita a sugerir cuánto hay de arrogancia en la pretensión de entender enteramente un texto: su inspiración, sus propósitos. Recuerdo en este punto la célebre réplica de Juan Benet en la que, saliendo al paso de esa vieja idiotez de que todo crítico es un escritor frustrado, venía a decir que ocurre más bien al contrario: que "los creadores más capaces no pueden ni deben ser otra cosa que críticos fracasados". Esta condición de "crítico fracasado" le vendría impuesta al creador por tratarse -dice Benet- de "un hombre que, por querer llevar hasta un límite imposible el conocimiento del arte que le apasiona, no encuentra otra salida que la creación, a la vista del rechazo que la obra de arte opone al conocimiento total analítico".
Es este rechazo el que pone en entredicho la crítica que se concibe a sí misma como "la comprensión más cabal y completa de entre todas las posibles de la obra literaria ajena". En sintonía con Aira, Benet detesta que "el crítico moderno" haya perdido "la humildad de sentirse sujeto a las leyes de la constitución literaria", leyes que eluden la posibilidad de que la obra literaria sea enteramente comprendida por ningún lector, ni siquiera por su propio autor. La crítica, como decía Roland Barthes, no es más que "un segundo lenguaje por encima del primer lenguaje de la obra". De ahí que la sanción del crítico, para Barthes, no sea "el sentido de la obra, sino el sentido de lo que dice sobre ella".
Cabe enlazar estas palabras con ese riesgo que según Aira asume el crítico al atreverse a poner en descubierto, cuando hace la crítica, su propio "entramado intelectual". Un entramado que sin duda "sostiene el yo del crítico", como Aira dice, si bien no se justifica sólo en virtud de ese yo, sino de las posiciones ideológicas -en el más amplio sentido- que ese yo suscribe, y de las que, lo quiera o no, se erige en representante y portavoz.
Como sea, no hay para el creador cumplido menos halagador que el de quien pretende abarcarlo por completo. Ésa es precisamente la marca que distingue la obra importante de la que no lo es: su condición inagotable. Llamamos clásicos a los textos que, por virtud de su resistencia a ser enteramente comprendidos, generan, una generación tras otra, nuevas lecturas. La crítica no es tanto un arte de la comprensión como un arte de la respuesta. Presupone un diálogo, y eso excluye de partida la adoración y la condescendencia.