Ignacio Echevarría
No hay personalidad tan anodina que, reconstruida a través de los testimonios parciales de quienes la conocieron -a veces muy pasajera o sesgadamente, en momentos y contextos acaso muy distintos-, deje de ejercer alguna fascinación y hasta suscite un cierto enigma. Lo comprendió muy bien Orson Welles cuando concibió el guión de Ciudadano Kane, paradigma de una fórmula empleada hasta la saciedad por cineastas, novelistas, documentalistas, biógrafos y reporteros para trazar el perfil de los más diversos personajes. Así que no puede decirse que Fogwill, una memoria coral (Mansalva, Buenos Aires, 2014) sea resultado de una idea muy original. Su autor, Patricio Zunini (Buenos Aires, 1974), declara haber dedicado varios meses a entrevistar "a amigos, escritores, editores y diferentes personas del ambiente cultural que conocieron a Fogwill [cerca de medio centenar, en total], con la intención de enhebrar una narración a partir de esos testimonios de primera mano". Hasta aquí, nada fuera de lo corriente. Menos usual es la radicalidad con que Zunini ha llevado a término su empeño, resuelto a no interponer en ningún momento su propia voz, limitándose al montaje de los diferentes testimonios. El talento, el fino oído, el rigor y la delicadeza con que ha procedido convierten su libro en una lectura electrizante, magnética, divertidísima, conmovedora, hasta tal punto que incluso quien no haya tenido hasta la fecha noticia de Fogwill puede disfrutar esta "memoria coral" como una construcción narrativa espléndidamente lograda.Claro está que Fogwill pone mucho de su parte. Quiero decir que el personaje es tan estupendo que, aun empleando mucho menos talento que el de Zunini, cualquier aproximación al mismo daría mucho juego. No han transcurrido aún cuatro años desde su muerte, en agosto de 2010, y ya están escribiéndose en Argentina al menos dos biografías sobre Fogwill. Las dos serán suculentas, no cabe duda; así lo deja suponer el libro de Zunini, que por su lado plantea -dice él mismo- "un texto coral que, sin la pretensión universalista de la biografía ni la ligereza del anecdotario, da cuenta de cómo la memoria colectiva recuerda (construye) a uno de los escritores argentinos más relevantes de los últimos treinta años".
Este carácter de "memoria en marcha" es lo que confiere a Fogwill, una memoria coral un interés particular, y hace al libro insustituible. Tanto más en cuanto que, llegado el momento, Fogwill, dedicado profesionalmente a la publicidad, y siempre discurriendo estrategias mediante las cuales promocionarse tanto a sí mismo como a los escritores y los libros en que creía, optó por constituirse en esa versión comercial -capitalista- del mito que viene a ser la marca. Lo observa muy bien Sergio Chejfec: "Creo que buena parte de su tarea de provocación ideológica, estética, literaria pasaba por su deseo de encontrar un lugar visible […] Recuerdo como un hecho impactante cuando Fogwill decidió convertirse en marca: despojarse de los nombres y aparecer en los libros, públicamente, sólo con el apellido. Era una operación de márketing llevada a la literatura, y para entonces no muchos vieron la carga iconoclasta implicada en el gesto".
El trabajo de Zunini -nada hagiográfico, dado que también recoge testimonios escépticos y condescendientes, a veces reticentes e incluso agrios, como no podía ser menos, tratándose de un incorregible rompepelotas como era Fogwill- nos permite apreciar los efectos todavía actuantes de esa operación una vez desaparecida la figura de su impulsor. Se trata -es importante insistir en ello- de una operación más que personal, ligada a una exigente pero nada estrecha concepción de la literatura que, gracias sobre todo a Fogwill, goza en Argentina de una envidiable salud.
Evocando la decisiva actividad de Fogwill como promotor -más de tres décadas atrás- de lo que luego iba a constituirse como el nuevo canon de la literatura argentina, vigente en la actualidad, Francisco Garamona recuerda que el mismo Fogwill decía: "Armé ese canon para meterme adentro". Lejos de constituir una boutade, la frase (que bien pudieron haber hecho suya Eliot, Borges o Benet, por poner sólo tres ejemplos) expresa inmejorablemente la actitud que, en forma tácita o abiertamente polémica, los grandes escritores mantienen respecto al medio literario en el que irrumpen y que contribuyen a renovar y a configurar. Algo que poco tiene que ver con la mezquina susceptibilidad, poseída de ansiedad comparativa, que caracteriza a muchos de quienes son tomados hoy por agitadores. Menos aún con la corrección política y el espíritu ecuménico que, fuera de la red, caracterizan la vida literaria en general.