Ignacio Echevarría

"La gente no quiere acabar de comprender, pero algún día tendrá que hacerlo, que la posición de un escritor de hoy ante la realidad, la curiosidad que le mueve, la pasión que lo domina, es de un sentido totalmente diferente al de cualquier posición literaria académica de cualquier otra época, sociedad o ambiente. Lo que antes era la excepción -el realismo- ahora es la regla".



Quien escribe esto es un jovencísimo Josep Pla, en una entrada de su con razón célebre dietario, El cuaderno gris, correspondiente al 25 de marzo de 1918.



Transcurrido un siglo, ¿cabe sostener igualmente que el realismo es la regla?



Pienso que no; ni siquiera aquí, en España, donde el realismo pasa todavía por ser, si no la regla, al menos sí la convención imperante.



Poco antes, en la entrada del 24 de marzo de ese mismo año, Pla transcribe una conversación con uno de sus contertulios en el café Centro Fraternal, el señor Josep Bofill de Carreres, alias Gori, dueño de una mercería en Palafrugell (Girona). Pla tiene a Gori, como lector, por "un caso extraordinario". Gori es un hombre alto y gordo, buen bebedor y tragón, aficionado exclusivamente a "los libros finos y delicados, sentimentalmente afectados". A Gori le parece que la literatura tiene que ser así, "idealista, fina, excepcional, distinguida", y que tiene que salir del corazón.



¿Por qué?, le pregunta Pla.



"Porque la literatura es para los ratos en que uno no tiene nada que hacer, en que no hay nada que pensar, que son los únicos en los que puede existir la vaga posibilidad de que la gente quiera distraerse leyendo un libro", contesta Gori. Y siendo así -añade, interpelando al joven Pla, a quien toma por representante de la tendencia realista-, "¿cómo queréis que la gente se aficione a vuestra literatura cruda, descarnada, realista? ¿Cómo queréis que se aficione si está saturada, harta, de lo que proponéis?".



"Vuestra literatura es redundante, a ras de tierra, vulgar, de una indigesta obviedad…", insiste Gori. Y concluye, entre risitas satisfechas: "A mí, en cambio, me gusta la literatura buena, la excepcional, la que recoge sentimientos singulares, quiero decir la del domingo por la tarde, la bonita…"



Un siglo después, los argumentos de Gori, convenientemente adaptados a las circunstancias, conservan un importante predicamento, me da la impresión; tanto mayor si a ellos se suman los de quienes, además de sentimientos singulares, reclaman hechos y personajes insólitos, portentosos, y -poniendo el énfasis en lo de "excepcional" antes que en lo de "buena"- más que distinción y delicadeza piden a la literatura distracción, emociones fuertes, ocurrencias trepidantes y, ya de paso, rudimentos más o menos servibles sobre cualquier materia (historia, teosofía, cocina, sexo o lo que sea).



El viejo debate entre idealismo y realismo no ha perdido vigencia ninguna desde el siglo XVI hasta aquí, por mucho que venga arropándose -o desplazándose- en todo tipo de fraseologías. Los términos tan caseros en que Gori lo plantea sirven para poner en evidencia su carácter ideológico. Pues de lo que se trata, en definitiva, no es tanto de que la literatura sirva para evadirse de la realidad o para aficionarse a ella, como de que, representándola o no, y haciéndolo con mayor o menor verosimilitud, sea empleada como herramienta adecuada para revelarla y comprenderla.



El nacimiento de la novela moderna estuvo presidido por la "utopía de lo real", que ha determinado gran parte de su desarrollo. Lo que se entiende comúnmente por realismo es solamente una de las estrategias empleadas en pos de esa utopía, que va haciéndose tanto más quimérica en cuanto la realidad se vuelve cada vez más compleja y escurridiza, menos "objetiva".



Lo decisivo aquí es la posición que se le asigna a la literatura en relación a lo que se toma por realidad, la naturaleza más o menos accesoria que se le atribuye.



El muy arraigado idealismo de Gori es alimentado por un cínico pragmatismo que lo mueve a pensar que "el hombre no ha sido puesto en este mundo para leer libros. Desengañaros… El único problema serio del hombre en este mundo es el de subsistir, o sea el de ganar y gastar dinero".



Eso sí que es realismo. Un realismo que se traduce en una convicción doblemente paradójica: la de que al arte, obediente a los impulsos del corazón, le corresponde ocuparse de los asuntos menos comunes, de lo excepcional, de lo elevado; y la de que, aun así, no deja de constituir una simple ocupación dominguera.