Image: Rabia

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Mínima molestia

Rabia

13 febrero, 2015 01:00

Ignacio Echevarría

Pedro Lemebel murió en Santiago durante la madrugada del pasado viernes 23 de enero. Murió víctima de un cáncer de laringe detectado en 2011, que le arrancó la voz y al que no dejó de enfrentarse con dignidad y con encono. También, cómo no, con humor. "Cómo es la vida... -había declarado tiempo atrás-. Yo arrancando del sida y me agarra el cáncer". Resuelto a no asumir la enfermedad como "un estigma macabro", acariciaba la idea de escribir algún día sobre ella. Y qué gran cosa hubiera sido que lo hiciera, vista la forma en que, en su momento, escribió sobre el sida, plaga a la que dedicó un libro memorable, el primero de los suyos publicado en España: Loco afán. Crónicas de sidario (1996; Anagrama, 2000).

Para Lemebel, la "paranoia sidática echó por tierra los avances de la emancipación homosexual", contribuyendo a desactivar su potencial político, sobre todo en el Tercer Mundo. "Ese loco afán por reivindicarse en el movimiento político que nunca fue, quedó atrapado entre las gasas de la precaución y la economía de gestos dedicados a los enfermos", decía. De lo que se trataba para él era de hacerse cargo de aquel proyecto incumplido y alinearse con toda minoría, con toda marginalidad en la que subsiste un germen de subversión. Marginalidad geográfica y cultural, marginalidad sexual y social que aún hoy sigue señalando a la ‘loca' o ‘travesti' como "construcción cultural diferenciada de los órdenes del poder", pero también como "espejo y metáfora de la identidad tercermundista". Marginalidad, en definitiva, contrapuesta a todo simulacro de ‘normalidad', comprendida esa versión médica de la misma que se conoce por ‘sanidad'.

En la reseña que en su día dediqué a Loco afán -y de la que extraigo el párrafo anterior- terminaba yo aludiendo a los múltiples reconocimientos internacionales que por entonces empezaba a cosechar Lemebel (por parte de Carlos Monsiváis, de Félix Guattari, de Jean Franco) y sugería que no iba a resultarle fácil, más bien lo contrario, mantener el timbre de su voz en medio de un éxito y de una expectación que parecían socavar su propia condición de escritor "indio y malvestido".

Durante todos estos años, sin embargo, he tenido ocasión de observar con admiración cómo Lemebel, convertido en una auténtica estrella en su país, homenajeado y aplaudido en simposios internacionales y en mutitudinarias ferias del libro, preservaba incólume esa marginalidad, explotando lúdica y transgresoramente el figurón de escritor y artista aclamado, sin perder oportunidad para, ajeno a todo comedimiento, lanzar sus invectivas, no sólo en sus textos y en sus performances. (Así, por ejemplo, cuando, caminando por Santiago en compañía de un amante ecuatoriano, se cruzó con el entonces ministro de Cultura en el gobierno de Piñera, el actor Luciano Cruz Coke, quien se dirigía a un acto oficial rodeado de periodistas; éste, al reconocer a Lemebel, lo abordó efusivamente, obteniendo por toda respuesta un salivazo en el suelo, al borde de sus lustrosos zapatos.)

El amuleto de Lemebel, lo que lo inmunizó contra los halagos del poder y de la fama, también contra "los humos arribistas del medio literario nacional", fue la rabia. Esa rabia a la que él se refería como "la tinta de mi escritura", una rabia "macerada y en espera de su pronta ebullición". La memoria viva e implacable de su origen, de la pobreza y de los acosos sufridos, de los crímenes de la dictadura, de los abusos de los poderosos... todo eso, sin privarlo nunca de la alegría, lo mantuvo siempre alerta y combativo contra todo amago de olvido, de disimulo, de conciliación. "Un escritor no puede vivir tranquilo si abunda la miseria humana y el descampado trágico de la supervivencia", declaraba en una reciente entrevista. "Aunque digan que este país superó la fonola tercermundista, la pobreza, confitada y disfrazada por la ropa americana, se siente, se vive, se la ama y se la odia".

Al llorar a Lemebel, poeta irremplazable de la más veraz y contundente crónica urbana, la pena se diluye poco a poco en esa rabia que en sus textos -auténticos sonajeros de su voz robada- él ofrece a sus lectores como un mágico brebaje cuyos efectos, mientras duran, los convierte en lúcidos y gamberros y joviales resistentes del orden al que comúnmente nos resignamos.