Ignacio Echevarría
Puedo imaginarme la sorpresa, cercana en más de un caso a la consternación (cuando no al choteo), que habrá producido en Chile la noticia de que Carla Guelfenbein (Santiago de Chile, 1959) ha obtenido el XVIII Premio Alfaguara de Novela. Conviene recordar que desde la otra orilla del Atlántico las cosas, para bien y para mal, se ven de otra manera. Sobre todo en materia cultural. Más concretamente, en lo relativo a asuntos de la industria del libro, uno de los pocos ámbitos en que España, mal que bien, sigue ejerciendo de metrópoli. Conmueve a veces el crédito que en según qué países de Latinoamérica se concede aún a los premios literarios que se dan en la península. Por aquí lo que cunde es más bien el cinismo, ejercido y alentado con todo descaro por los medios de comunicación. Pero allí -lo juro- todavía hay quien se piensa que ostentar en un palmarés el Premio Primavera, pongamos por caso, significa algo más que una buena operación por parte del agente literario de turno.Como escritora, Carla Guelfenbein no tiene nada que envidiar a, por ejemplo, Clara Sánchez, ganadora del mismo Premio Alfaguara en su tercera edición (2000). Yo diría que incluso se defiende con más convicción y desparpajo de las insinuaciones de que es una escritora para mujeres, que echa mano del sentimentalismo para ganarse el favor de una amplia franja de lectores. Así que, por el lado de España, ni sorpresa ni consternación. Todo lo más choteo, solamente choteo, ante la deriva en la que tan pronto incurrieron los dos grandes premios editoriales (el Alfaguara y el Biblioteca Breve) relanzados al filo del milenio (en 1998 y en 1999, respectivamente) con una declarada vocación panhispánica.
Si alguien, con excusable candidez, pensó que la voluntariosa proyección internacional de estos premios iba a contribuir -como otrora- a ampliar los cauces de circulación entre las literaturas de las dos orillas, ensanchando los horizontes de percepción, de comprensión y de divulgación de sus respectivas narrativas, ya hace tiempo que debería haberse caído del burro. A estas alturas, a nadie se le oculta la orientación casi exclusivamente comercial, mucho antes que exploratoria o prospectiva o incluso consagratoria, que ostentan los dos galardones.
Difícilmente podría ser de otra manera, cuando están en juego, entre otras cosas, los 175.000 dólares que se lleva el ganador del Premio Alfaguara como adelanto sobre las ventas. ¿En nombre de qué arriesgar esta pequeña fortuna? Mejor disponerlo todo para que, mira tú, entre los más de 700 manuscritos presentados a concurso, el ganador sea... ¡alehop! ¡una novela escrita por una autora de la casa! Cuya novela anterior, por cierto, Nadar desnudas (2012), obtuvo un considerable y prometedor éxito de público, dentro y fuera de Chile.
Todo lo cual, antes que llamar a escándalo, mueve a preguntarse, por enésima vez, por qué razón una operación de este tipo consigue el aval diríase que despreocupado (ya que no netamente desinteresado) de tantos escritores y agentes culturales de más o menos postín.
Allá están los miembros del jurado, con su presidente a la cabeza, diciendo lo que pueden del libro galardonado, faltaría más. Y allá están, acudiendo sonrientes al hotel Ritz de Madrid, donde se celebra con todo boato la comida en que se hace público el premio, un montón de esos escritores y agentes culturales cuya presencia allí queda más o menos justificada, en algunos casos, por ser o haber sido autores "de la casa"; en otros, por su cercanía o su amistad con los anfitriones; en otros, por intereses o afinidades profesionales, y en otros... en otros... ¿por qué demonios?
La gran comilona del Ritz no deja de suscitar algunos escrúpulos, al menos a la distancia. Los recortes y la austeridad a los que apela la industria editorial para sobrevivir en estos tiempos de incertidumbre se compadecen mal con tan ostentosos dispendios. El mes pasado, sin ir más lejos, se avisó a los correctores y traductores del grupo Penguin Random House, reciente comprador de Alfaguara, de una sensible rebaja de sus tarifas (congeladas desde hace años), por necesidad de "unificar criterios" para todos los sellos del grupo y "ajustar" esas tarifas al mercado.
Ya saben, pues, los comensales del Ritz, quién pagó las copas.