Ignacio Echevarría

Meses atrás, durante la presentación en Madrid de la última novela de Belén Gopegui, El comité de la noche (Penguin Random House), una mujer del público preguntó a la autora su opinión sobre la "moda" de las novelas de contenido más o menos crítico, más o menos político. No recuerdo bien la respuesta que le dio Gopegui, pero sí la puntualización que hizo acerca de la tendenciosidad de ese término, "moda". En lugar de moda, Gopegui proponía hablar, al menos en este contexto, de "correlación de fuerzas".



Me parece una propuesta iluminadora, que contribuye a poner en evidencia la elocuente susceptibilidad, la significativa condescendencia con que algunos se refieren a lo que, tachándolo como moda, quieren dar a entender que entraña una actitud oportunista y epidérmica, surgida al socaire del malestar generado por la crisis. Me refiero a la voluntad de servirse de la literatura como herramienta de intervención en el debate político y social, ya sea mediante la denuncia más o menos directa de algunas de las circunstancias que nos rodean, ya mediante la reflexión sobre los procesos que nos han conducido al actual estado de cosas, ya mediante la concienciación de responsabilidades y el llamamiento a la movilización de los propios comportamientos, ya mediante la imaginación de relatos distintos a los hegemónicos.



El concepto "correlación de fuerzas" viene a sugerir que el fenómeno no es coyuntural, o no solamente, sino que viene de lejos. Pues ocurre que en otras ocasiones ha habido también un amplio sector de ciudadanos que entendían que la literatura, como el arte en general, necesariamente refleja y acusa las tensiones sociales, en las que le cabe incidir en alguna medida. No siempre ha prevalecido, como en las últimas décadas, la idea de que a la literatura le conviene más permanecer abstraída de dichas tensiones, desde el supuesto de que su partida se juega en otro orden de cosas digamos más trascendente o intemporal, más lúdico o irresponsable.



La historia reciente de la literatura española es particularmente ilustrativa de los vaivenes producidos por la diferente relación de fuerzas entre una y otra concepción de la literatura. Baste pensar en la larga posguerra, durante la cual predominó, hasta casi entrados los setenta, una actitud testimonial, crítica y denunciadora. Lo que hoy se entiende por Cultura de la Transición empezó a gestarse, bastante antes de la muerte de Franco, cuando -ya fuera por cansancio, ya porque se concluyera, como Juan Benet, que el único camino razonable que se le abría al escritor era el de "dedicarse a la perfección del arte literario y convencerse de que merece la pena intentar cultivarlo por sí mismo"- iba abriéndose camino una práctica literaria desentendida de la idea de compromiso; idea desplazada primero por una inquietud experimentadora y reemplazada a la postre por la del "compromiso con el público", un público cada vez más predispuesto a identificarse con el mercado.



Durante la década de los ochenta, caracterizada por el satisfecho ensimismamiento a que abocó el acelerado proceso de modernización y de entusiasta integración de España en las estructuras del capitalismo global, se dio por sentada la total autonomía del arte y apenas quedaron rastros recalcitrantes de la vieja actitud interpeladora. Ésta sólo volvió a emerger en la década de los noventa, en la que fueron consolidándose primero discretamente y luego cada vez con más poder de atracción voces como las de Rafael Chirbes o la mencionada Belén Gopegui, que, si bien con planteamientos radicalmente distintos, propusieron narrativas que recuperaban la pretensión de que la literatura puede servir para cuestionar la ideología dominante, articular el descontento, postular alternativas.



No pocos de los más jóvenes novelistas de la actualidad comparten esta pretensión, y su irrupción, más que una moda, permite hablar, en efecto, de una nueva relación de fuerzas en un campo literario cuyas dinámicas, sin embargo, vienen configurando un campo de tensión mucho más amplio y difuso: el que se produce en torno a la frontera cada vez más imprecisa entre lo que veníamos entendiendo convencionalmente por literatura, del tipo que sea, y lo que, investido con sus atributos, pertenece de lleno a la industria del entretenimiento, actuando indirectamente -según advertía Ferlosio desde estas páginas, hace dos semanas- como instrumento de control social.