Ignacio Echevarría

La literatura, la buena literatura al menos, cuenta entre sus alicientes el de embalsamar verdades que tendemos demasiado fácilmente a ignorar y que de pronto encontramos incorruptas, a veces para nuestro asombro, en textos escritos acaso hace décadas, cuando no hace siglos.



Escribo estas líneas el mismo día (miércoles 8 de abril) en que presumiblemente han entrado en prisión las dos jóvenes condenadas a dos años y cuatro meses de cárcel por gastar hace siete años 800 euros con una tarjeta de crédito robada. En las últimas semanas, la prensa ha ventilado ampliamente este caso, que parece haber sensibilizado a la opinión pública dado que las dos condenadas, sin antecedentes penales, tenían 21 y 18 años cuando cometieron el delito, y desde entonces no han vuelto a incurrir en ningún otro. Para más inri, una de ellas, la menor de las dos, tiene en la actualidad un hijo pequeño.



Por las mismas fechas en que se daba noticia del caso, estaba yo releyendo, para dar una charla sobre el libro, Viaje al fin de la noche (1932), de Louis Ferdinand Céline. Y me encontré con el siguiente pasaje, bastante célebre por cierto, correspondiente a la primera parte de la novela. Son palabras puestas por el autor en boca de Princhard, un profesor de geografía e historia vecino de cama de Ferdinand Bardamu, el protagonista del Viaje, convaleciente en un hospital militar a causa de los trastornos que le ha provocado su participación en la Gran Guerra:



"Tenemos la costumbre de admirar todos los días a bandidos colosales, cuya opulencia venera con nosotros el mundo entero, pese a que su existencia resulta ser, si se la examina con un poco más de detalle, un largo crimen renovado todos los días; pero esa gente goza de gloria, honores y poder, sus crímenes están consagrados por las leyes, mientras que, por lejos que nos remontemos en la historia, todo nos demuestra que un hurto venial, y sobre todo de alimentos mezquinos, tales como mendrugos de pan, jamón o queso, granjea sin falta a su autor el oprobio explícito, los rechazos categóricos de la comunidad, los castigos mayores, el deshonor automático y la vergüenza inexpiable, y eso por dos razones: en primer lugar porque el autor de sus delitos es, por lo general, un pobre y ese estado entraña en sí una indignidad capital y, en segundo lugar, porque el acto significa una especie de rechazo tácito hacia la comunidad. El robo del pobre se convierte en un malicioso desquite individual, ¿me comprende?... ¿Adónde iríamos a parar? Por eso, la represión de los hurtos de poca importancia se ejerce, fíjese bien, en todos los climas, con un rigor extremo, no sólo como medio de defensa social, sino también, y sobre todo, como recomendación severa a todos los desgraciados para que se mantengan en su sitio y en su casta, tranquilos, contentos y resignados a diñarla por los siglos de los siglos de miseria y de hambre…" (traducción de Carlos Manzano).



Ignoro por qué vías se ha dado a conocer el mencionado caso de las dos jóvenes condenadas. Lo que sí me consta es que en las cárceles españolas abundan los reclusos condenados por delitos de envergadura semejante, a veces incluso menor. No hace falta leer a Céline para recordar que la justicia no es la misma para todos, y que se hace cumplir, encima, con un terrible margen de arbitrariedad por parte de quienes la dictan. La Constitución española determina que las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social. No parece que el ingreso en prisión de las dos jóvenes, ocho años después de cometido un delito nimio, vaya a favorecer dichas reeducación y reinserción, que ya eran un hecho.



Me permito, una vez más, traer a colación un pecio de Sánchez Ferlosio. Se titula "Justicieros" y reza así: "Procurar la justicia no tendría que ser lo mismo que impedir la impunidad. Y entonces ¿es que no se trataba más que de castigar? ¿De castigar y castigar y eternamente volver a castigar? ¿Eso era la justicia? ¿No ha de quedar nadie impune alguna vez para que pueda dar razón de ella?".



Sí. Algunos quedan. Los mismos de siempre. Pero no, no dan razón de ella.