Leí en días pasados La dedicatoria (1977), de Botho Strauss, en la edición que de la novela hizo Alfaguara en 1984, con traducción de Genoveva Dieterich. Qué bonitos siguen siendo los libros de la vieja Alfaguara, con ese elegante diseño de Enric Satué. Qué serviciales los textos de cubierta, razonados y penetrantes, bien escritos, sin estridencias publicitarias. Me sorprende descubrir que mi ejemplar pertenece a una segunda edición realizada menos de un año después de la primera. Me pregunto quién se animaría hoy a publicar un texto así, y cuántos ejemplares vendería. Botho Strauss (“máximo exponente de una poderosa tradición de la literatura alemana que se halla en peligro de extinción: la del pensamiento narrado”, y “uno de los pocos escritores alemanes capaz de enfrentar al público con los retos y dilemas intelectuales de la época”, en palabras de Cecilia Dreymüller) gozó en España de algún predicamento durante la década de los ochenta, en la que se publicaron algunos de sus libros. Ya luego ingresó en el limbo de los escritores demodés, un limbo del que no lograron arrancarlo los intentos que hace diez años hizo Galaxia Gutenberg por ponerlo otra vez en circulación. Una parte sustancial de su obra todavía en marcha, siempre estimulante y concerniente, permanece, pues, inaccesible para el lector en lengua castellana, lo cual es de lamentar.

Pero no me propongo ahora entonar ningún lamento, sino compartir con los lectores un par de pasajes de La dedicatoria que han llamado mi atención. El protagonista de la novela, un hombre al que su pareja ha abandonado bruscamente, sumiéndolo en una bancarrota emocional, anota cuantas ideas pasan por su cabeza con el propósito de restaurar la conversación interrumpida. En una de éstas, se pone a leer Padres e hijos, de Turgeniev, y observa el modo en que esa lectura lo arma para un tipo de experiencias de las que carece. Se pregunta entonces si puede ocurrir que la lectura de ciertos libros eleve nuestros sentimientos a una altura superior a la que nos corresponde. Y concluye: “Por la vía imaginaria hemos encontrado la pasión olvidada, pero lo que ésta desencadena en nosotros, su emoción, no es en absoluto imaginario, sino real, como lo son las lágrimas y los temblores. Es un sentimiento que exige ser utilizado, que reclama la experiencia personal. Pero en nuestro presente cotidiano nada le corresponde. En él todo se rige por una dieta sentimental pobre. La verdadera vida no ofrece oportunidades para vivirla hasta la saciedad. Así, tras leer el libro, la pasión dispuesta a saltar acecha en nosotros pero nadie la invita a la acción”.

Da que pensar esta idea de la lectura (pero lo mismo cabría decir de una melodía o de una película, por ejemplo) como excitante de sentimientos que la vida diaria no puede colmar.

Pero Strauss añade a su observación esta otra, todavía más perturbadora: “Hay emociones que ya sólo existen gracias al libro. Lo que significa por ejemplo ‘honor', en el sentido verosímil y el pathos del término, no puede ser vivido por nosotros, dadas nuestras circunstancias. Pero en el ambiente de las emociones, en las que nos sitúa, por ejemplo, la lectura de La marquresa de O., de Kleist, la palabra vacía, olvidada, se llena de pronto con toda su gravedad social y su amenaza mortal, de tal modo que nos gustaría volver a decir ‘honor'. Pero sería ridículo, porque no encajaría en ninguna parte”.

Una idea, insisto, perturbadora esta del injerto, a través de la lectura, de emociones obsoletas, que ya de ningún modo encajan en nuestra experiencia. Idea que conduce a Strauss a esta otra observación, no menos contrariadora y melancólica, que se extiende más allá del acto de la lectura:

“En una charla ligera, destacas involuntariamente una palabra bastante cargada de significados pasados. Quizá la palabra ‘pudor'. Algo te turba, sientes con claridad una experiencia cultural que tú mismo no has hecho. Pero apenas expresada la palabra, notas que se vuelve a sumergir, pesada e imparable, en la historia. No fue más que una cita. Un entrecomillado que te cosquilleó; la palabra misma no te afectó”.

Ahora sí entono el lamento: qué calamidad no poder seguir leyendo a Botho Strauss.