No hace falta ser marxista para concluir que las más conspicuas historias de la literatura vienen a ser relatos idealizados, abstraídos de casi toda base material, penosamente aferrados a la pretensión de que son los valores "intrínsecos" de las obras consideradas los que determinan principalmente su relieve y su influencia. Cuando mucho más cierto es que uno y otra suelen tener su fundamento, no pocas veces, en factores extraliterarios, obedientes a dinámicas de las que suelen desentenderse los historiadores al uso.

Para explicarse la historia de la narrativa escrita en castellano durante la segunda mitad del siglo XX, mucho más determinante que el valor que quiera atribuirse a la obra de -pongamos por caso- Ana María Matute, Gabriel García Márquez o Eduardo Mendoza, es el efecto que para la notoriedad y la circulación de estos y otros autores, incluidos muchos de muy menor calibre, tuvo la actuación de Carmen Balcells. Ninguna historia de la literatura que minimice o desatienda el importantísimo papel desempeñado por esta mujer asombrosa dará razón suficiente de cómo y por qué sucedieron las cosas como sucedieron, de cómo y por qué hemos leído lo que hemos leído en el momento en que lo hemos leído.

Las incontables necrologías que en días pasados se han escrito de Carmen Balcells dejan claro que fue una persona extraordinaria, de una humanidad inabarcable por su complejidad y por su exceso. Un personaje colosal, imposible de hacer caber por entero en ninguno de los retratos que se pretenda hacer de él, y que no deja de emitir portentosos destellos aún cuando aparece sepultado por los montones de tópicos a los que se suele acudir para caracterizarlo.

Si, como dice César Aira, "el monstruo es la especie que consta de un solo individuo, es la especie sin posibilidad de reproducirse", Carmen Balcells fue, en el más estricto sentido, un monstruo, sí; un monstruo amado y temido a partes iguales -a menudo por las mismas razones-, al que no cabe imaginar sucesor ni equivalente ninguno. Ya en vida su reputación adquirió proporciones legendarias, que su presencia, sin embargo, dejaba siempre empequeñecidas. Ella sola compensaba con su enormidad y con su poderío (pues era sin duda poderosa, y asumía y ejercía como nadie la idiosincrasia del poder) la general sordidez y mediocridad del mundillo al que pertenecía.

Con motivo de su muerte, se ha repetido una y otra vez que Carmen Balcells fue la artífice del boom de la narrativa latinoamericana. Superado un primer reflejo de contrariedad, la afirmación me parece justa y acertada, toda vez que convengamos en que lo que abarca esa etiqueta es la impredecible proyección internacional -y, por supuesto, comercial- que terminó adquiriendo el múltiple proceso de modernización literaria que, incubado durante las décadas precedentes, dio lugar en América Latina, en los sesenta, a la casi simultánea irrupción de toda una pléyade de escritores caracterizados tanto por su talento como por su osadía.

Fue Carmen Balcells, sin duda, quien, con visión, astucia y tenacidad admirables, captó enseguida la excepcionalidad de lo que estaba ocurriendo y se sirvió de ello para cambiar las reglas del tráfico de libros y de autores, contribuyendo de manera decisiva a la reordenación del sistema literario y de la industria editorial, que se abocaba por aquellos años a profundas transformaciones. Ella ensanchó los caminos por los que a un escritor le cabía profesionalizarse y vivir de su trabajo como tal, lo cual conllevaba la redefinición de los términos de su relación -de su tradicional lealtad y, demasiado a menudo, de su servidumbre- con los editores.

La deslumbrante oleada del boom y su impacto eran consecuencia de una casi súbita ampliación del mercado literario propiciada por el acceso a la lectura de amplias capas de la población. Carmen Balcells tuvo el genio de orientar el fenómeno en beneficio de sus protegidos, los escritores, al precio, eso sí, de sentar las bases de su creciente y a menudo peligrosa adicción y dependencia del mercado. Ella misma llegó a vislumbrar -a padecer- el resquebrajamiento del modelo de negocio que hizo de ella un mito y un arquetipo. Su herencia no está libre de impuestos ni de cuestionamientos, pero, en cualquier caso, es ineludible.