Leo con retraso, pero con admiración y gratitud, los ensayos reunidos por Carlos Piera en La moral del testigo (La Balsa de la Medusa, 2012), que recomiendo muy vivamente. En una emocionante semblanza de Víctor Sánchez de Zavala (figura importante y muy atractiva del Madrid del medio siglo) encuentro pasajeramente apuntadas algunas ideas que, dados los tiempos que corren, valdría la pena estirar. Tienen que ver con el desinterés que, llegado cierto momento, habría empezado a cundir entre los intelectuales españoles respecto de España; o por decirlo más matizadamente: el creciente desinterés que, mediado el siglo XX, manifestaron no pocos intelectuales por seguir indagando en "esa manera española de ver las cosas" que había sido marca "del proyecto nacional-liberal anterior".
Como observa Piera, recién concluida la Guerra Civil los intelectuales de la posguerra tuvieron como principal misión "no perder el hilo de lo que había sido este país en tiempos anteriores". Sin embargo, conforme se prolongaba la dictadura franquista y se disipaban las expectativas de que la victoria de los Aliados conllevara el final de aquélla, la frustración a que ello fue dando lugar abrió paso a un progresivo distanciamiento con respecto a esa misma tradición que se había pretendido restaurar. Dicho distanciamiento habría tenido lugar, insisto, hacia el medio siglo, y habrían sido precisamente los miembros de la llamada generación de 1950 los que lo habrían protagonizado, como se deja ver en su producción literaria y artística, en sus ensayos y testimonios autobiográficos.
La década de los cincuenta fue la de la progresiva identificación de "esa manera española de ver las cosas" con una cultura fosilizada y casposa, de la que unos buscaron la forma de escapar, en tanto otros se obstinaban inútilmente en remplazarla. Todos, eso sí, mirando de fronteras afuera. Los miembros de la generación del medio siglo tuvieron aún una viva percepción -e incluso cierta querencia sentimental, en algunos casos- de la idea de España que entrañaba "el proyecto nacional-liberal anterior". Pero, como escribe Piera, repararon sobre todo en su "resultante trágica": "Lo que importa entonces de la 'historia de España' es, como dice Gil de Biedma, que 'acaba mal'. Y eso quiere decir que acaba. Que hay que tirar por otro camino".
Las consecuencias de este decisivo cambio de actitud han sido duraderas, y acaso irreversibles. La larga travesía del franquismo dio tiempo a que se afianzara, no sólo entre los intelectuales, una aprensión casi invencible hacia la "españolidad". El franquismo pringó hasta tal extremo los símbolos nacionales, incluida la palabra España, que hubo tiempo de que prosperara toda una generación para la que el sentimiento de ser español estaba, por así decirlo, desposeído de patria y de bandera. Esa generación fue la que impulsó en buena parte la Transición, y la que formuló un modelo de Estado irremisiblemente condenado a ser socavado, como se está viendo, por proyectos nacional-liberales que cultivan, ellos sí, con ademanes encima heroicos, su propia manera de ver las cosas.
Y hasta aquí.
La escandalera producida por Fernando Trueba en el pasado Festival de San Sebastián, cuando declaró que no se había sentido español "ni cinco minutos" de su vida, es algo más que una inoportuna boutade. Refleja un genuino y persistente desapego que empezó a producirse, como digo, al poco de doblar el medio siglo y del que es responsable en amplia medida la apropiación de toda la simbología nacional por parte del franquismo.
La cosa caló tan hondo que, 40 años después de muerto Franco, la bandera española, así sea la constitucional, sigue suscitando aprensiones entre una izquierda más o menos recalcitrante que no logra ver con agrado, por ejemplo, que Pedro Sánchez la emplee como gigantesco telón de sus penosas escenografías.
La dificultad de adoptar desde la izquierda una actitud convincente en relación al "desafío soberanista" tiene mucho que ver, probablemente, con una saludable atrofia del sentimiento patriótico, que algunos tratan de paliar con ese sospechoso sucedáneo del "patriotismo constitucional". Que "el desafío soberanista" tuviera por efecto instilar de nuevo ese sentimiento acaso fuera, al final de cuentas, la más inquietante de sus consecuencias.