Un error mío de transcripción desbarató el sentido de una frase que citaba en mi última columna. La repito, bien transcrita esta vez: "Las cosas siempre terminan bien. Si no terminan bien, es que no han terminado". Proponía yo tomarse en serio esta cándida declaración de optimismo, y arrancarle algunas consecuencias. Ahora bien, somos herederos de una tradición cultural que no ha dejado de hacer eso mismo: proyectar hacia el futuro el justo final de los males del presente. ¿Entonces?

Hace décadas que cunde la idea de que la historia, simplemente, ha terminado, y toda la discusión parece consistir en si lo ha hecho bien o mal. De ahí que la frase de marras, con todo su tufo a manual de autoayuda, admita una lectura política, que en mi anterior columna enhebraba yo, algo voluntariosamente, con el inconformismo latente en la imaginación popular, tan renuente a aceptar que las cosas terminen mal.

Un logro importante del capitalismo ha sido el de particularizar, por así decirlo, este inconformismo, potenciando en cada individuo la convicción de que dispone de los recursos para que las cosas, por lo que a él toca, terminen bien. La fraseología del self made man ha penetrado hasta muy hondo en la conciencia de una ciudadanía que entretanto se ha desentendido de todo proyecto colectivo de emancipación.

Si en los años treinta la proliferación en las pantallas de cine de monstruos como King Kong podía ser interpretada, por analistas como Adorno, como "una proyección colectiva del monstruoso estado totalitario", a cuyos horrores se preparaban las masas "habituándose a figuras gigantescas", la tendencia del nuevo cine de ciencia ficción a imaginar -como ocurre paradigmáticamente en Avatar- un futuro en que la humanidad asume un protagonismo decididamente negativo (responsable como es presentada de la devastación del planeta y de la exportación a otros mundos de su potencial destructivo), admite especular sobre un generalizado descreimiento acerca de las posibilidades de la propia especie para redimirse de sus propios males.

Recomendaba en mi anterior columna no desdeñar la dimensión utópica que, por los años de entreguerras, entrañaba la reescritura, por parte de la industria hollywoodiense, de tantas novelas cuyos finales trágicos eran sistemáticamente revertidos en finales felices. Así ocurría en el ámbito sobre todo del melodrama, mucho antes que en el del mucho más escaso cine épico.

Paralelamente, en la recién nacida Unión Soviética, se ensayaba una cinematografía y una literatura que trataba de construir un imaginario susceptible de alentar entre los espectadores la convicción de que, también en el orden de lo colectivo, las cosas podían terminar bien. El intento era consecuente con el ideario marxista que lo inspiraba, un ideario que obtenía buena parte de su predicamento de haber secularizado la vieja creencia de que la historia tiene un buen final.

El fracaso del llamado realismo socialista suele asociarse al del llamado "socialismo real", pero no estaría de más plantearse hasta qué punto el uno es consecuencia del otro, y en qué sentido. Quiero decir que si por un lado resulta evidente que poco o nada podía esperarse de una estética impuesta oficialmente por una burocracia estatal acuciada por toda suerte de paranoias, también cabe considerar el daño que a los propósitos de esa misma estética -la construcción de un imaginario colectivo resueltamente movilizador- causó la deficiente cimentación de sus presupuestos, empezando por el de la asunción del concepto de realismo en términos patéticamente restrictivos.

Un siglo después, me pregunto en qué medida los términos del problema continúan siendo los mismos; cuáles son las condiciones que se incumplen para la imaginación y la representación más o menos persuasiva de un mundo distinto del que padecemos.

Entre éstas se cuenta probablemente la capacidad de dar credibilidad a un realismo que se sustraiga de la lógica del capitalismo. Ésta dicta que las cartas están echadas, que toda experiencia de transformación social conduce inevitablemente al infierno (o cuando menos a un círculo del infierno todavía más profundo que el que ya ocupamos) y que sólo en un plano individual cabe soñar -pero sólo soñar- con finales felices. Pero quizá quepa postular un futuro que quede más acá de las reivindicaciones ecológicas de una raza de antropoides azules.