Una utopía expiatoria
Las broncas en las redes sociales me recuerdan a esas inopinadas y tumultuosas peleas de cantina de las viejas películas del Oeste, en las que vuelan sillas y botellas y todo el mundo sale indemne.
El año 2016 empezó en Chile con una bastante sonada, de la que vale la pena hacerse eco por el asunto tan vitriólico puesto en juego. La cosa empezó, al parecer, con alguien -el poeta Marcelo Pellegrini, me dicen- recordando en Facebook unas viejas declaraciones de Raúl Zurita en las que pedía (corría el año 1995) el perdón y el indulto para todos los asesinos y torturadores del régimen pinochetista. Poco después, en una de esas conversaciones de Facebook tan dadas al comentario jocoso y a menudo desdeñoso -más si, como en este caso, quienes conversan son poetas-, Leonardo Sanhueza saca a colación las declaraciones de Zurita y al hilo de ellas tiene lugar, entre él y otros dos colegas, un breve ejercicio de esgrima a tres bandas que no hubiera pasado de ahí de no ser porque hubo quien copió la conversación y se la mandó a Zurita.
Para quien no lo sepa, conviene puntualizar que tanto Zurita (Santiago, 1950) como Sanhueza (Temuco, 1974) son dos destacadísimos poetas chilenos (con puntas de narradores, ambos), pertenecientes a dos generaciones marcadas muy distintamente por la dictadura de Pinochet, como cabe desprender de sus respectivas fechas de nacimiento.
El caso es que Zurita (poeta que ha dado como pocos testimonio del espanto de la dictadura) tiene conocimiento de la conversación de marras y, notablemente enojado, cuelga un mensaje dirigido a Sanhueza en el que se ratifica soberbiamente en lo dicho veinte años atrás, e insiste: "PIDO EL INDULTO PARA TODOS LOS ASESINOS, TORTURADORES, lo pedí para Manuel Contreras, lo pedí para Romo. No creo en las cárceles, no creo en los castigos, los quiero ver circulando por las calles, cargando con sus crímenes de cara al pueblo, no quiero que nuestras sociedades asesinas se laven las manos escondiendo en cárceles a los genocidas y dementes que esas mismas sociedades crean, para después poder sentirse puras, limpias, porque han extirpado el chancro, cuando son ellas el chancro [...] Es la humanidad entera la que arroja al mar los cadáveres de los desaparecidos, y al mismo tiempo es toda la humanidad la que desaparece en cada desaparecido, y mientras no asumamos ese involucramiento esencial, inextirpable, con el destino de todos, estaremos condenados a repetir las mismas masacres, las mismas demencias, el mismo holocausto. No, yo quiero a los asesinos y torturadores libres en las calles, quiero mirarlos y mirar en ellos el horror y mi propio horror, quiero mirar en ellos su vergüenza y mi propia vergüenza, nuestra vergüenza, la vergüenza de Chile entero".
Hago aquí abstracción de las interpelaciones más o menos dolidas a Sanhueza. La hago también del amasijo de susceptibilidades, insidias y obcecaciones que enconaron la catarata de comentarios que sucedió a tan graves palabras. Me limito a traer éstas para hacerlas resonar en toda su enormidad, invitando a que cada cual las proyecte sobre la realidad que le es más cercana o familiar.
Propongo un ejercicio de análisis y desconstrucción del rechazo instintivo que producen la propuesta de Zurita, su delirio inculpatorio, su utopía expiatoria. Más allá de los ademanes imprecatorios, transidos de una especie de prehistórico adanismo, o más bien de un radical, primitivo cristianismo (aquello de que donde esté un hombre está la humanidad entera), una serena reflexión sobre la inaceptabilidad de lo que pide Zurita contribuye no poco a pensar e incluso a debatir algunas cuestiones capitales.
Por ejemplo, las diferencias sustanciales entre pueblo, sociedad y Estado, este último convertido tantas veces en una "bestia pragmática y amoral de dominación" cuyos crímenes mal pueden juzgarse o siquiera comprenderse desde ningún sentido de la comunidad, a menudo desde ningún sentido de la humanidad. O los peligrosos deslizamientos entre la piedad, el perdón y la impunidad; o entre la culpa y la responsabilidad. ¿Cómo puede Zurita confiar aún en el sentido de la vergüenza? Y sin embargo, su sermón, tan conmovedor como enervante, nos obliga a palpar los límites de palabras como justicia, inocencia, memoria.