Tengo a Antonio Machado en la más alta consideración. De ahí lo reconfortante que fue leer, en la sección inédita de los recién reeditados Diarios de Jaime Gil de Biedma (Lumen, 2015), un pasaje del año 1960 en el que éste reconoce la sorpresa que le causa descubrir, cada vez que relee a Machado, que es mucho mejor de lo que recordaba. "Uno llega literalmente a tener la sensación de que el poeta, entre una y otra lectura, se ha aprovechado para corregir sus poemas, incluso para reescribirlos por completo: nos aparecen ahora tanto más terminados, con una significación tanto más clara. Le pasa a don Antonio lo mismo que Gabriel [Ferrater] decía de Stendhal: que tuvo y tiene la mala suerte de ser mucho más inteligente que todos nosotros, contemporáneos, poetas, lectores y críticos, sin excepción".
Somos muchos los que, antes de leer a Machado, supimos de él a través del disco que le dedicó Serrat en 1969. Como tantos otros, yo le debo a ese disco haberme familiarizado muy tempranamente con algunos poemas que, pese a la enojosa interferencia que supone la melodía adherida, me han acompañado desde la infancia con la especial intimidad que se tiene con los poemas aprendidos de memoria. (Cuánto he envidiado siempre a esos lectores-biblioteca que conservan en su cabeza decenas, incluso centenares de poemas íntegros. Recuerdo aún con asombro, una noche en el Puerto de Santa María, a Rodolfo Fogwill y a Álvaro Pombo enredados en una feroz competición consistente en recitar alternativamente, por supuesto de memoria, poemas cada vez más peregrinos, más insignificantes, tanto fue así que Pombo llegó a recitar, con toda solemnidad y convicción, un extenso poema de ¡Manuel José Quintana!)
Serrat participó días atrás en el concurrido Memorial de Carmen Balcells celebrado en el Palau de la Música de Barcelona. Ya hacia el final de la velada (repleta de emocionados tributos, entre los que destacó por su elegancia y humor el de Eduardo Mendoza), salió al escenario para interpretar Paraules d'amor. Llevábamos dos horas casi en las que el encomio de la personalidad arrolladora de Carmen Balcells venía trenzándose con el recordatorio de la importante labor que hizo a favor de los desatendidos derechos de los escritores, que tanto contribuyó a mejorar. Supongo que fue por eso (ya se sabe lo que son las asociaciones mentales) que, teniendo a Serrat delante, me vino a la cabeza un verso del famosísimo "Retrato" que el poeta puso al frente de su libro más conocido, Campos de Castilla (1912), y que Serrat musicó. El verso en cuestión es el primero de la penúltima estrofa del poema, ese en que dice Machado: "Al cabo nada os debo, debéisme cuanto he escrito..."
¿Me debéis cuanto he escrito? De pronto, en aquel contexto tan fervorosamente reivindicativo de los derechos del escritor, se me hizo patente lo mucho que siempre me ha "crujido" este verso. Me refiero a la muy discutible pretensión de que nosotros, ciudadanos comunes, lectores o no, debemos al escritor, a cualquier escritor, "cuanto ha escrito".
¡Pero cómo! ¿Y por qué? ¡A usted nadie le ha pedido nada! ¡Ya veré yo si le debo algo cuando lea eso que ha escrito y juzgue si ha tenido para mí algún provecho! De lo contrario, ¡será usted quien me deba a mí el tiempo perdido!
Recordemos que Machado tenía treinta y pocos años cuando escribió ese poema, y su reputación era mediana. Qué poco cuadra con su talante el verso en cuestión. Veinte años después, el mismo Machado diría por boca de Mairena: "Yo nunca os aconsejaré que escribáis nada, porque lo importante es hablar y decir a nuestro vecino lo que pensamos. Escribir, en cambio, es ya la infracción de una norma natural y un pecado contra la naturaleza de nuestro espíritu".
Quienes se resuelven a hacerlo lo hacen por libre designio, para un mundo saturado de libros y de palabras entre las que las suyas propias deberán demostrar que tienen algún interés, algún valor.
Al fin y al cabo, como dice Ferlosio, escribir no es trabajar. O a lo mejor es que hablamos de otra cosa.