La prosa en España (1)
Me propongo abordar un tema importante y complejo, que excede con mucho los límites de una o varias columnas como ésta, a pesar de lo cual me animo a esbozarlo. Tomo como punto de partida un artículo publicado por Antonio Muñoz Molina hace ya un par de meses, en su habitual sección de Babelia. El artículo se titulaba "Una cuestión de prosa", y venía a constituir un plausible y encendido elogio de la prosa inglesa -así, en general-, reivindicada como modelo supuestamente empleado por algunos escritores españoles -el mismo Muñoz Molina entre ellos- para asentar en la España de la aún naciente democracia una nueva forma de expresarse.
Paso por alto los rencorosos desquites (marca de la casa: esta vez contra Cela y sus "palmeros") que servían de pretexto al autor para enderezar sus argumentos. Voy directamente al meollo de su artículo: el pasaje en que, después de dibujar un sombrío panorama de la cultura trasmitida en herencia por el franquismo, evocaba el ademán heroico de quienes se aprestaban a impugnarla y desplazarla. Resulta sorprendente y conmovedor el modo nada sutil en que Muñoz Molina se incluye en el juvenil bando de quienes, al parecer, asumieron lúcidamente, allá por los primeros ochenta, que "inventar la democracia sobre la marcha, como se hizo en España, requería inventar otra forma de prosa, recobrando tradiciones aniquiladas o perdidas, y también, desde luego, imitando modelos exteriores, igual que se imitan instituciones y leyes".
Una vez más, la vieja melopea de la llamada "cultura de la Transición", cuya épica habría consistido, precisamente, en ese denodado "inventar la democracia sobre la marcha", abriéndose paso a través de la frondosa hueste de enemigos afectos a "una época de prisiones y hogueras inquisitoriales". De nuevo, suscrita por uno de sus más acreditados representantes, la versión oficial de la gesta cultural de la "nueva narrativa" española, secundada, naturalmente, por el "nuevo periodismo" español, a los que deberíamos el surgimiento de "otra forma de prosa", "culta sin pedantería y llana sin vulgaridad", como fuera "la prosa limpia de Cervantes", cuya semilla, por desgracia, había de germinar en el Reino Unido, adonde acudieron los más capaces a recobrarla.
Ocurre, sin embargo, que la sugerente caracterización que en su artículo hace Muñoz Molina de la prosa inglesa sirve mal para describir aquella de la que se sirvieron, tanto en la prensa como en sus relatos y novelas, buena parte de los paladines de esa "nueva narrativa", quienes más bien tendieron a ensayar con variable fortuna versiones comerciales de esa "flexibilidad", de esa "fluidez unas veces directa y otras ondulante", de esa "eficacia expresiva" que "para comprender la realidad", Muñoz Molina estima tan imprescindibles como un instrumento de medición o de observación.
Ciertamente, se dieron en aquellos años frecuentes y a menudo escolares imitaciones de "modelos exteriores". Pero no está tan claro que fueran más que unos pocos los que se dedicaran a recobrar "tradiciones aniquiladas o perdidas", y muchos menos se sirvieron, como era de rigor, de las valiosos logros de las generaciones inmediatamente precedentes, las que hubieron de enfrentarse -ellas sí- a una cultura de sombras y de cenizas, cerrada y asfixiante, cutre y refitolera, en la que abrieron caminos de renovación, de aventura y de riesgo bochornosamente desatendidos por los portentosos "inventores" de la nueva hora.
El pasado año 2015 tuvo lugar la recuperación casi simultánea de tres importantes legados (los diarios de Gil de Biedma, los primeros ensayos de Ferlosio, las memorias de Barral) que demuestran con incontestable contundencia que el problema de la prosa fue planteado en la España de los años 50 y 60 con todo el dramatismo y el rigor necesarios, lo cual dio lugar al consciente desarrollo, por parte de una admirable pléyade de ensayistas, narradores y poetas, de un radical y ambicioso programa de refundación de la lengua literaria cuya asimilación por parte de la cultura española está muy lejos de haber quedado completada, entre otros motivos porque interfirieron en su anclaje el impostado adanismo y la obsequiosa banalidad -esa "profundidad horizontal" de la que hablaba Constantino Bértolo- que prosperaron en la década socialdemócrata.