Casos no tan lejanos como los de Gabriel Celaya, Rosa Chacel o -más inesperadamente- Josep Maria Gironella, escritores fallecidos en la casi indigencia, han venido renovando periódicamente, en los últimos decenios, la reclamación de una fiscalidad específica para los llamados "creadores", cuya actividad se entiende que está sujeta a vicisitudes particulares.

El asunto se ha visto avivado recientemente por la noticia de que un buen número de escritores españoles están siendo inspeccionados por Hacienda por cobrar pensiones de jubilación a la vez que reciben por sus actividades ingresos superiores al salario mínimo interprofesional. Unos y otros han expresado su indignación y su alarma ante la situación, y sin duda hay buenas razones para tratar de corregirla, sobre todo si se recuerdan situaciones como las arriba mencionadas. Si bien la identidad de los escritores inspeccionados -al menos de los casos que han sido más aireados- aleja el temor de que se hallen en situación de tan grave necesidad. Y cuando uno se toma la molestia de leer más allá de los titulares, se encuentra con que hay un margen más que razonable para preguntarse por qué determinados escritores que siguen en plena actividad y cobran sustanciosos anticipos, además de colaboraciones, charlas, etcétera, no han tenido la precaución -o la decencia, en ciertos casos- de cuando menos acogerse, como otros, al modelo de jubilación flexible que les permite cobrar el 50% de su pensión y compatibilizarla con cualquier trabajo.

Pero no es mi intención entrar en el fondo técnico de la cuestión, para lo que carezco de rudimentos, ni siquiera de una opinión bien asentada. Lo que me trae a este asunto es la repugnancia que me han provocado las teatrales declaraciones de tantos que se han apresurado a traducir las inspecciones de Hacienda en términos de persecución, castigo, censura y silenciamiento, proclamando a voz en grito que se les está impidiendo crear y escribir.

Que Javier Reverte se presente como mártir de la libertad de expresión queda dentro de lo esperable, paciencia; pero que Antonio Gamoneda declare que tendrá que dejar de escribir si no se cambia la legislación actual (¿pero solamente la relativa a los escritores?), me abochorna y me apena.

"Cada vez que saco un libro me pongo en peligro. Escribir es una amenaza. Es aterrador". Quien pronuncia estas dramáticas palabras no es un personaje de Fahrenheit 451, sino el novelista Manuel Longares.

Por su parte, César Antonio Molina, aludiendo a la "censura encubierta" con que se castiga a los "indóciles intelectuales", dice: "Quienes atacan a aquellos que ayudan a configurar la identidad nacional están poniendo en riesgo los propios pilares del Estado".

Vaya.

Me asombra la desvergüenza con que algunos se han envuelto con los ropajes sacerdotales de una Cultura con mayúscula de la que al parecer son ellos los esforzados representantes. Toda esa alucinante fraseología corporativa del creador impedido de seguir creando porque no es capaz de concebir la creación sin remuneración. Del creador que comprende su propia creación como un trabajo, pero que reclama, eso sí, un estatuto diferenciado del trabajador común, sin cuidarse de que demasiadas veces éste desarrolle su tarea en muy peores condiciones.

Con raudo oportunismo, tanto el PSOE como Podemos se han apresurado a alinearse con los agraviados y han propuesto urgentes medidas para contentarlos. ¡Los artistas y escritores primero! Como si la precariedad que muchos de ellos padecen no fuera compartida por tantos. Como si, en lugar de seguir tocando hasta el hundimiento, los músicos del Titanic hubieran exigido un puesto en los botes de salvamento. Como si no fueran los "indóciles intelectuales" los primeros que, precisamente por serlo, debieran forzar su solidaridad con los demás trabajadores y luchar por una reforma integral del sistema de pensiones -y del laboral, de paso- en lugar de solicitar tratos especiales.

Como si demasiados se hubieran olvidado de que, aun en medio de la más huracanada intemperie, "ser escritor y ejercer la suprema libertad de determinar tú mismo la naturaleza, el sentido y el designio de tu propio trabajo es -por decirlo con palabras de Ferlosio- un privilegio del que no goza ni remotamente ningún otro trabajador pobre ni rico"