De un tiempo a esta parte, ocupa la última página de esta revista una sección sin firma titulada "Esto es lo último". Consiste en una entrevista a un determinado escritor, artista o agente cultural, acompañada de un enigmático retrato de Luis Parejo. Más que de una entrevista, se trata de un cuestionario cuyas preguntas suelen repetirse de una entrega a otra. Una de las más recurrentes es: "¿Le importa la crítica? ¿Le sirve para algo?"
Mi interés por la crítica, y el hecho de haberla practicado durante un buen tiempo, atrae particularmente mi curiosidad hacia las respuestas, a menudo decepcionantes, que esta doble pregunta suscita. Me hago cargo de que se trata de una pregunta enojosa, de esas de las que resulta difícil salir airoso. Las respuestas, como no podía ser de otro modo, coinciden en un grado bastante elevado, y recorren un pequeño pero significativo espectro que va desde la negativa soberbia al humilde reconocimiento de una casi dependencia. Se me ha antojado recopilar un buen puñado de tales respuestas (cerca de 25) y ofrecerlas una detrás de otra, en un montaje intencionado pero literal, sin manipulaciones. Este es el resultado, que admite ser leído como una especie de vacilante monólogo en que, partiendo de una declaración categórica, el personaje fuera corrigiendo el tiro hasta decir lo contrario que en un principio. Un pequeño drama de vanidad.
¿Le importa la crítica? ¿Le sirve para algo?
Sólo me importa la que me sirve. Es muy escasa. Me importa sólo un poco; si la firma Ricardo Senabre, por ejemplo. Me importa la opinión de algún crítico. Y en cuanto a servirme, pues no. Me interesa según quién sea el crítico. Me sirve en los campos que no conozco. Me importa poco. Pero doy por hecho que, si es inteligente, tiene un valor. La opinión de los lectores críticos e inteligentes, con independencia de que la publiquen o no en algún medio y de la profesión que les dé de comer, me sirve y me importa, pero ni siquiera ésa me quita el sueño. Depende del crítico. Me gustaría que en España hubiera espacios para una crítica larga y detallada, como los que se hacen en la New York Review of Books. Me importa la crítica de muy pocas personas (dos o a lo sumo tres). Me sirve para ver cosas que no había visto. Me importan las lecturas de la gente a la que aprecio. La crítica puede estimularme o defraudarme, y hasta deprimirme. Pero no cambio el modo de escribir por lo que digan...
Me importa y me sirve, aunque de un tiempo a esta parte echo de menos más críticos de referencia. Me importa, claro. No soy una piedra, ni vivo en Marte. Pero me importa únicamente la crítica honesta. La mirada del que se acerca a tu obra sin prejuicios ni decisiones previas y que, más que a menudo, resulta tremendamente enriquecedora. Me importa, pero llega tarde, cuando la cosa no tiene remedio. Me alegra o me escuece durante diez minutos, luego se me olvida. La crítica me da alegrías cuando me pone bien y malos ratos cuando me pone mal. ¿Para qué mentir? Aprendo siempre. Se aprende hasta de los comentarios más torpes. Y mucho de la mala intención. Le debo parte de lo que soy a mis enemigos.
Sí me importa. Y tomo nota de ella cuando me afecta, tanto si se refiere a mis libros como a los de otros escritores. Pero, en general, la encuentro demasiado benevolente, conformista. Debería ser más incisiva, más exigente. Claro que me gusta, incluso la mala crítica, que es la más lógica y loca.
Me importa y me sirve, siempre se puede mejorar. Cuando uno es autocrítico, entiende que la crítica siempre es importante. A la crítica hay que escucharla siempre.
Me importa demasiado, me angustia muchísimo, tanto que por lo general no la leo. No la leo nunca. Me afectaría demasiado. Me importa muchísimo y la leo. Sí me sirve cuando se hace sin prejuicios estéticos o ideológicos, cosa difícil, por otro lado. No lo sé. En todo caso, no estoy muy pendiente de ella.
Estoy pendiente de ella. De hecho publicar relatos en un blog supone ser criticado de modo inmediato. Por supuesto que me importa. No puedes evitarlo. Te gustaría ser ajeno pero siempre quieres agradar.