El sueño de no pocos españoles ha sido, durante décadas, ganar la quiniela, dejar la fábrica o la oficina, y montar un bar. La fantasía conoce variantes más realistas: la posibilidad de montar el bar puede procurarla recibir una herencia, o invertir en el establecimiento los ahorros de toda una vida de trabajo, cerca ya la jubilación. Lo decisivo, en todos los casos, es agenciarse un bar. Y allí tenemos al flamante dueño, sobre el hombro el trapo de secar los vasos, observando orondo y suspicaz, desde detrás de la barra, a la parroquia, bien imbuido de su inapelable autoridad. A la vista, el letrero de "Reservado el derecho de admisión" y, ya de paso, las fotos de la familia, o del equipo de fútbol, o del barquito con que sale a pescar en vacaciones y con el que hace un par de veranos... Los parroquianos lo escuchan más o menos complacidos, le ríen las gracias y de vez en cuando se miran unos a otros con guasa, diciéndose con los ojos: ¡Menudo tipo! ¡Qué cosas tiene! Y él dale que dale, mientras trapichea, contando sus batallitas, interrumpiéndose de vez en cuando para atender a un cliente nuevo, o colándose en la conversación de esos dos que no paran de hablar de política, para dejar bien claro que, si le dejaran, él sabría muy bien cómo enseñarles a esos niñatos de la nueva izquierda lo que vale un peine...
Se me ocurrió pensar en esto cuando, días atrás, me asomé a la revista digital Zenda (Autores, Libros y Cª), que promueve y lidera Arturo Pérez Reverte. Será porque su sección -en la que cuelga sus columnas de El Semanal- se titula "El bar de Zenda".
¿Y qué es Zenda?, se preguntará algún lector despistado. Al decir del mismo Pérez Reverte, "una especie de lugar o plaza común, de legión extranjera donde a nadie se le preguntará sino por libros y literatura, sin buenos ni malos, sin etiquetas ni ideologías".
Vaya. ¿Y a quién puede interesar cosa tan voluntariosamente ecuménica y aséptica? Pues está claro: a "lectores, periodistas, editores, escritores, agentes literarios, autores noveles, libreros y todos los interesados en el mundo de la literatura hispanoamericana". Es decir, a casi todos menos -obsérvese bien- a los críticos y gentes de su calaña, a los que si se les ocurre entrar en el local el dueño pondrá de patitas en la calle.
Uno se pone a mirar la lista de los autores o prisioneros de Zenda y se encuentra con que buena parte de ellos ocupan ya sendas columnas en los diarios y magazines españoles, escriben reseñas en los suplementos, hacen y deshacen en las secciones de cultura. Pero al parecer no es suficiente, y al terminar la faena les gusta reunirse en el Zenda para dejarse ver y, de vez en cuando, escuchar, intimidados, cómo el dueño, por cualquier fruslería, levanta la voz y recuerda a quien tenga orejas que él ha estado "en media docena de guerras civiles en Europa, África y América, así como en doce o quince de las otras".
Glups.
Es llamativa la tendencia de los editores y escritores españoles a actuar ellos mismos como juez y parte en -vamos a llamarla así- la causa de la literatura. Allá está la pintoresca institución de los premios que las editoriales se guisan y se comen ellas solas, o iniciativas -significativamente poco afortunadas- como el premio Lara que concedían los editores o el premio Salambó que daban los escritores.
Uno no sabe qué fue primero, si el huevo o la gallina. Si es la insignificancia de la crítica -acaparada en buena parte por los propios escritores- la que determina su reiterado obviamiento; o si es el obviamiento sistemático de toda crítica, de todo intento de distinguir unos autores de otros, unos libros de otros; de señalar, entre éstos, cuáles contribuyen a abonar y a perpetuar la ideología dominante, un gusto, una moral, una sentimentalidad que se pretenden cándidamente inocuos, lo que determina, al menos por estos pagos (llámense Zenda, Chiquitistán o Sansueña), la cada vez más atronadora insignificancia de la literatura.