Me referí semanas atrás a esos libros que, leídos en su día con un entusiasmo casi tóxico -el que producen las primeras lecturas importantes-, uno evita prudentemente releer, temiendo que muy probablemente vayan a decepcionarlo. Y bueno, en días pasados me resolví a leer uno de esos libros, bien que amparado en la garantía de ser su autor uno de los más grandes poetas de todos los tiempos. Me refiero a Hiperión o El eremita en Grecia, la novela epistolar que Friedrich Hölderlin escribiera entre 1797 y 1799, y que transmite como pocas el arrebato y la intensidad de la más exaltada juventud.
Como cabía sospechar, se hace difícil, cumplida cierta edad, sintonizar de buenas a primeras con tanta euforia y tan subidos sentimientos. Es inevitable, por otro lado, experimentar cierta aprensión hacia una fraseología patriótica que, si bien emerge aquí de la forma más idealizada y más pura (pues se trata de la liberación de Grecia y de la restauración del espíritu que fecundó Europa), el tiempo ha impregnado de peligrosas, siniestras connotaciones. En el trasfondo ideológico de la novela resuenan, palpitantes aún, los ecos de la Revolución francesa, pero no es difícil detectar los hilos rojos que, partiendo de un libro como éste, se enredan con las peores pesadillas de los siglos siguientes. Así es por mucho que Hölderlin, con su siempre asombrosa combinatoria de éxtasis y lucidez, segregue los antídotos que permiten rebatirlo, y su novela contenga, en sus páginas finales, la más enconada diatriba que se haya escrito nunca contra los alemanes.
La potencia lírica de Hölderlin, su apasionada elocuencia, consiguen hacer vibrar de nuevo las cuerdas del viejo entusiasmo. Pero hay algo que, transcurridas unas pocas décadas, parece haberse desplazado irreversiblemente y que, releída la novela en la actualidad, altera sensiblemente su diapasón. Tiene que ver con el intenso sentimiento de la naturaleza, con la mística panteísta que una y otra vez consuela y exalta a Hiperión, y que se sustenta en una absoluta confianza en la permanencia y la durabilidad de aquélla.
“¡Contempla el mundo!”, le escribe a Hiperión su amada Diotima. “¿No es como un cortejo triunfal en marcha, con el que la naturaleza celebra el triunfo eterno sobre toda corrupción?” Hiperión, a su vez, termina la última de sus cartas celebrando la “indestructible belleza del mundo” e interpelando a la naturaleza en estos términos: “Los hombres caen de ti como frutos podridos; ¡deja que se hundan en ti, así volverán de nuevo a tus raíces!” (empleo, cómo no, la incesantemente reeditada traducción de Jesús Munárriz, publicada por la editorial que él mismo bautizó con el título de esta novela).
Trato de escarbar en mi memoria de lector y creo haber asentido ante invocaciones como éstas y otras muchas parecidas que abundan en la novela. Aun si ya entonces se trataba de un atavismo, me da la impresión de que todavía era posible, hace sólo unas pocas décadas, pensar en la naturaleza en términos de refugio, de pertenencia, incluso de trascendencia. (Sería ridículo suscribir aquí el concepto de eternidad, pero cabría admitirlo como licencia retórica.)
En la actualidad, sin embargo, las palabras de Diotima e Hiperión resuenan como un arcaísmo, reminiscencias de una especie de religión extinguida. De eso se trata, en efecto: de una religión muerta, recientemente muerta, cuyos cantos apenas comienzan a despertar una melancólica extrañeza.
Hace en realidad muy poco tiempo que nos hemos resignado a contemplar la naturaleza con un sentimiento trágico, aceptando como inevitable su progresiva, implacable destrucción. Se oye con frecuencia, atribuido una veces a Henry Giroux, otras a Fredric Jameson, otras a Slavoj Zizek, aquello de que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el final del capitalismo”. La cultura de masas, la fantasía popular, hace ya tiempo que confirma este diagnóstico, en el que el concepto de “mundo” (progresivamente desplazado, como observara agudamente Ferlosio, por el de “planeta”, derivado de una “mirada astronómica, extraterrestre y metahistórica, acaso apocalíptica”) sugiere la definitiva segregación del hombre, del destino entero de la humanidad, de la naturaleza a la que no hace tanto pensábamos muchos, como Hiperión, que todavía era posible regresar.