Son bien conocidas las inclinaciones naturistas de Franz Kafka. Su amigo Max Brod anota al respecto: “Kafka siempre se interesó por la terapéutica naturista, con todas sus derivaciones, como la comida cruda, el vegetarianismo, el nudismo, la gimnasia, la antivacunación... Escapa a todo análisis la extraña mezcla de respeto e ironía con que se enfrentó a dichos movimientos e intentó durante años sujetarse a algunos de ellos”.
Para hacerse cargo de esto último, nada como leer sus diarios de viaje, muy en particular el de sus vacaciones de junio y julio de 1912, cuyas páginas finales corresponden a la estancia de Kafka en el entonces celebérrimo centro de medicina natural y sanatorio Jungborn (‘Fuente de juventud'), donde ingresó el 8 de julio. Algunas de esas anotaciones contienen escenas alucinantes, de una embarazosa comicidad, a la que sirven de correlato las no menos alucinantes fotografías que Klaus Wagenbach reproduce en su libro Franz Kafka. Imágenes de su vida.
El sanatorio Jungborn había sido fundado en 1896 por Adolf Just, un librero autodidacta que se hizo de oro con la promoción y venta de toda clase productos naturistas (desde edredones hasta manteca de cacahuete). “La regla más importante de la cura Jungborn -escribe Reiner Stach en su magistral biografía de Kafka, que Acantilado publicará completa a finales de año- consistía en exponer el cuerpo tantas horas como fuera posible a la luz y el aire, con cualquier clima y en cualquier estación. Esto significaba que los huéspedes se movían la mayor parte del tiempo desnudos por los terrenos”.
Para Kafka representó una prueba de fuego vencer sus resistencias a quitarse el bañador. Su cuerpo largo y enclenque no le daba mucha seguridad (para más inri, su prepucio circuncidado lo delataba inequívocamente, como judío). Y si bien era capaz de admirar el cuerpo masculino (el 9 de julio observa con envidia a “dos jóvenes suecos guapos con las piernas largas, tan bien formadas y tensas que casi le dan a uno ganas de pasarles la lengua”), en general siente desagrado cuando ve “a toda esa gente desnuda moviéndose con parsimonia por entre los árboles”. A lo que añade, aprensivo: “Cuando corren no es mucho mejor”.
Siguen en el diario algunas observaciones desopilantes. La tarde del 11 de julio, de regreso a su cabaña, Kafka se cruza con “unos cuantos desnudos rondando sigilosos por entre los montones de heno del prado de delante; desaparecen a lo lejos. Por la noche, cuando cruzo el prado para ir al retrete, hay tres durmiendo en la hierba”.
“La inofensiva vida que los alegres huéspedes llevan entre sí ofrece mucha distracción y entretenimiento del modo más inocente”, rezaba un prospecto del sanatorio. Y Kafka lo certifica: “Esta mañana, a primera hora: ducha, gimnasia, ejercicios en grupo (me llaman el hombre del bañador), cantar un poco en coro, juego de pelota formando un gran círculo”, anota el día siguiente a su llegada. Tardará aún tres días en “pasear, estirarse, frotarse, pegarse y rascarse, desnudo del todo, sin vergüenza”.
El 15 de julio, mientras Kafka lee a Schiller, se coloca cerca de él “un señor mayor desnudo en la hierba, con un paraguas abierto por encima de la cabeza y con el trasero apuntando hacia mí, y se tira varios pedos ruidosos apuntando en dirección a mi cabaña”. El día siguiente, el mismo Kafka posa para uno de sus compañeros: “Sin bañador. Experiencia exhibicionista. El gran papel que tiene el cuerpo desnudo en la impresión general que produce el individuo”.
Todo invita a reconocer en Kafka a un adelantado de muchas de las disciplinas corporales y ortodoxias dietéticas que tanto prosperan en la actualidad. Pese a lo cual, asombra, sí, esa mezcla de convencimiento e ironía que no deja de traslucir su crónica de los días pasados en Jungborn. El médico que lo asiste es un ex oficial: “sonrisa amanerada que parecía demencial, llorona, de camaradería forzada”. Entre los ejercicios que prescribe hay uno “para hacer crecer los genitales”.
De vuelta en Praga, en las comidas familiares, Kafka dedica sus buenos minutos a masticar cada bocado, hasta triturarlo convenientemente. Para no verlo, su padre, exasperado, se oculta ostentosamente detrás del periódico