Image: Requetenoir

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Mínima molestia

Requetenoir

28 octubre, 2016 02:00

El repaso de las grandes exposiciones programadas durante los últimos años por las más concurridas salas de exhibición españolas arroja una evidencia incontestable: una y otra vez los responsables de éstas acuden a los pintores impresionistas para asegurarse un elevado caudal de público. Lo hacen de un modo tan machacón que resulta ligeramente bochornoso. No hace tres años que la Fundación Mapfre y el Museo Thyssen coincidieron en la programación de Impresionismo y aire libre. De Corot a Van Gogh (Thyssen) y Obras maestras del Museo d'Orsay (Mapfre). Eso fue en 2013. De entonces a esta parte las mismas salas han hecho exposiciones de Camille Pissarro, de Darío de Regoyos, de los macchiaioli italianos, de Gustave Caillebotte...; bajo diferentes lemas, han presentado colecciones constituidas en su mayor parte por pintores impresionistas (como la de El triunfo del color, en la sala Mapfre de Barcelona); todo ello cuando aún estaba fresco el recuerdo de las exposiciones dedicadas -en las mismas salas- a Berthe Morisot, a Corot, a los ‘jardines impresionistas', etcétera, etcétera.

La cosa sigue. Este otoño, la Mapfre y el Thyssen coinciden de nuevo en programar sendas exposiciones de Pierre-Auguste Renoir, pintor a quien no hace tanto, en 2010, ya dedicó el Museo del Prado una sonada exposición curiosamente titulada Pasión Renoir.

¿Qué está pasando? ¿No resulta un poco excesivo todo esto? ¿Tan grande es la necesidad de los programadores de adular a un público engolosinado con las amables y coloridas postales impresionistas? ¿Se trata sólo de eso?

En el caso de Renoir sobran indicios para sospechar que hay algo más.

Hace cerca de un año dediqué una de estas columnas al chocante movimiento conocido como Renoir Sucks at Paiting (Renoir apesta como pintor), nombre de una cuenta de Instagram dedicada a execrar al pintor. La cosa, me pareció, tenía su gracia, y traté de sacarle punta. Entretanto, lo cierto es que las cotizaciones de Renoir en el mercado del arte, aun siendo muy elevadas, han descendido ligeramente, conforme ha corrido la voz de que no todo el monte es orégano. Pensemos que este artista llegó a pintar más de seis mil cuadros, no pocos de ellos magistrales, pero bastantes más -demasiados- espantosamente cursis, como tantos de ustedes tendrán ocasión de comprobar. No es el único caso, qué va, de artista que evoluciona mal, prisionero de sus propias debilidades, que son sus facilidades. Pintor dotadísimo, Renoir optó, llegado un momento, por ponerse al servicio de su clientela y producir a mansalva cuadros empalagosamente edulcorados que lo convirtieron, como dije en su día, en el Lladró de los impresionistas. Algo que no quita el interés por revisitar su arte, toda vez que se haga con el conveniente discernimiento.

No hay que ser muy suspicaz para entrever, en el ‘revival' Renoir, en la facilidad con que los museos y los coleccionistas prestan sus piezas, una maniobra destinada a revalorizar al pintor, así, en bloque. A Max Geller, el impulsor de Renoir Sucks at Paiting, una descendiente del artista le replicó: “Cuando su tatarabuelo pinte un cuadro que valga 78,1 millones de dólares, quizá tenga derecho a la crítica”.

Vaya, ¿así que se trata de eso? ¿Y si la crítica hiciera que ese cuadro termine valiendo menos?
Pues entonces movemos los hilos que haga falta para acallar a los díscolos y volver a imponer, a golpe de multitudinarias exposiciones, la ‘pasión Renoir'.

Escribo esto asqueado por los artículos con que los principales diarios españoles, ya fuera en sus secciones de cultura o en sus suplementos, saludaron semanas atrás la inauguración de las dos exposiciones aludidas. Casi ninguno de los comentaristas más o menos especializados se abstuvo de referirse desdeñosamente a los “sectores intelectuales”, a los “presuntos entendidos” que, haciendo gala de un “supuesto buen gusto”, “confunden”, al parecer, “el gozo que desprenden los cuadros de Renoir con la facilidad y la simpleza” (superpongo aquí expresiones leídas en ABC, El País y El Cultural).

De nuevo el espectáculo penoso del periodismo cultural empleado en actuar como simple pantalla publicitaria, en este caso glosando los argumentos con que los instruyen los correspondientes comisarios de arte, a despecho de toda crítica, de todo celo cuestionador, ya no digamos impugnador.