Ha sido abrir el libro, comenzar a leerlo y sentir, como un latigazo, la electricidad de su prosa. Fogwill, de nuevo. Todavía. Qué dicha. Cuando su ausencia sigue siendo un inmenso agujero en la literatura argentina.
Me he enterado con mucho retraso de la publicación, el pasado mes de abril, de La introducción (Alfaguara), la última novela de Fogwill. Puede que ande yo muy despistado, pero me temo que la prensa cultural española apenas se ha hecho eco de la noticia. Y eso que se trata de todo un acontecimiento; de un libro excepcional, más que recomendable.
La novela se presenta con la sola indicación de que su autor estuvo corrigiéndola “hasta poco antes de su muerte”. Nada más. Con eso de que estaba “corrigiéndola” se deja entender que Fogwill la daba por prácticamente terminada, aunque uno se queda con las dudas. Hubiera sido deseable más información sobre un proyecto narrativo que parece amagar un gesto, un recorrido más amplio del que cubre el texto editado, si bien éste se sostiene por sí solo, en cuanto se desarrolla conforme a una mecánica que obvia toda intriga.
“Siempre las cosas parecen a punto de caer”. Con esta frase comienza el seguimiento que en la novela se hace de la cadena de pensamientos y de asociaciones mentales que se suceden en la conciencia de su protagonista -un hombre de algo más de cuarenta años- mientras acude por la tarde a nadar y hacer ejercicio en unas termas de las afueras de Buenos Aires y, ya de regreso a su apartamento, se reúne y se acuesta con su amante, una joven y exitosa ejecutiva.
Como escribe con acierto Diego Erlan, “Fogwill despliega su singular capacidad de análisis con el fin de interpretar movimientos del cuerpo, flujos respiratorios y dinámicas sociales para volver a formular una de las preguntas que atraviesa su obra: qué significa pensar”.
Estrechamente asociada a esta pregunta, Fogwill se plantea otra, que también atraviesa toda su obra: qué significa narrar.
“Pocos saben para qué sirven los relatos”, se lee en La introducción. “Pocos humanos, y también pocos entre los humanos escritores. Y los que saben para qué, si se los pudiera convocar y reunir, jamás alcanzarían un acuerdo sobre lo raro del narrar que cada uno ha de representarse”.
Hay más preguntas -sobre el amor, sobre el miedo, sobre el tiempo, sobre la muerte- en este libro que destila, por otra parte, sabiduría, y que se halla transido de una intensa tonalidad crepuscular. En él, la afilada inteligencia de su autor parece aceptar con melancólica resignación la sustancial impenetrabilidad del mundo, de la vida.
Tanto más destacan la radical ausencia de sentimentalismo y la admirable precisión, o especificidad, o tecnicidad, por así llamarla, que constituyen la marca más reconocible de la escritura de Fogwill. Ningún escritor ostenta mejor conocimiento de lo que está hablando, cualquiera sea el asunto de que se ocupe. A menudo se recuerda la capciosa frase de Borges en la que aludía a Fogwill como un escritor que sabe mucho de marcas de cigarrillos y de automóviles. Pero es que de eso se trata, precisamente: de saber muy bien de lo que se está hablando, por circunstancial que sea, para al menos intentar decir otra cosa que no sean las consabidas vaguedades.
Algo que no desdice la emoción que segregan determinadas reflexiones de este libro, cuyo poderoso encanto deriva en buena medida de una inclemente, intimidante lucidez. Como la que, ya desde su arranque, se impone al lector en un pasaje como éste:
“El lector: lo habíamos olvidado. Es otro efecto de la soberbia literaria. A diferencia del homeópata y de los funcionarios de la medicina científica, el autor siempre apuesta a encontrar una entrega paciente a la ilusión de algo y una sumisa obediencia a la extorsión de lo inevitable. Y eso, a pesar de que lo primero que se aprende escribiendo es que nada es inevitable, ni siquiera la vigencia del pacto de bienestar, eternidad y felicidad que liga a los personajes de la novela con sus lectores y a éstos con el sistema editorial en sus tres instancias: la compra, la lectura, el olvido”.