Image: Mamá

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Mínima molestia

Mamá

12 mayo, 2017 02:00

Durante las últimas décadas del pasado siglo, la narrativa occidental -tanto la literaria como la cinematográfica- se llenó de padres culposos. La tradicional mecánica de enfrentamiento entre unos hijos contestarios y unos padres tiránicos o prepotentes dio paso a otra muy distinta, en que hijos abandonados salían en busca de padres fugitivos, cobardes, o tenían que arreglárselas como mejor podían con hombres desastrosos, destartalados, solícitos.

La progresiva descomposición, ya desde la Gran Guerra, de la célula familiar en que se habían fundado el orden y la moral burguesas dio lugar a unas dinámicas y a unas jerarquías de los afectos completamente nuevas, que la narrativa contemporánea viene explorando y explotando hasta la saciedad.

De un tiempo a esta parte, el protagonismo de una paternidad cochambrosa, de unos hijos interpeladores y exigentes, está siendo desplazado por el de una maternidad deseante y problemática, desencantada o soberana, en las antípodas de la pasiva incondicionalidad que hasta hace bien poco había caracterizado el que se tiene aún por el más natural e incuestionable de los afectos.

El gradual “empoderamiento” (menuda palabreja) de la mujer en las sociedades supuestamente más avanzadas ha traído consigo una nueva ética de la maternidad, que con facilidad se desplaza de modo peligroso al ámbito de lo jurídico, a tal punto que se oye decir con cada vez más frecuencia -¡también a este propósito!- aquello del “derecho de ser madre”. Entre los aspectos más enojosos de esta nueva ética destaca el que Rafael Sánchez Ferlosio acertaba a detectar en un pasaje memorable:

“Todo toma un aire de ficción, de imitación, de patrones ya establecidos, de recurrencias consabidas, tópicas. En determinadas revistas femeninas es espectacular la explotación que hacen toda clase de mujeres de su maternidad. Es raro que se use la fórmula ‘tener un hijo' (raro, al menos, cuando no se trata del primero), lo usual es ‘ser madre'. En esta forma de hablar debe de haber influido, al menos en parte, aquella repugnante literatura que se hizo un tiempo atrás (hoy ha disminuido) sobre que ‘la mujer' (se usaba siempre el singular) se ‘autorrealizaba' siendo madre; para unos ‘totalmente'; para otros, ‘sobre todo'; para otros, en fin, ‘solamente', ‘verdaderamente', ‘exclusivamente'. Fue, claro está, en los tiempos de la ‘autorrealización', con toda aquella inmunoideología pedagógica del ‘deber ser'. Las mismas mujeres hacen después la más obscena ostentación de su maternidad: de cómo les gusta su hijo, de lo felices que están con él, de cuánto les cuesta separarse”...

Lo cierto es que la cuestión de la maternidad, sin duda importante, constituye -al menos a mis ojos- no sólo uno de los debates centrales de nuestra sociedad, sino además uno de los filones más ricos y más concurridos de la narrativa contemporánea. Vayan si no a cualquier librería y fíjense. O repasen la cartelera.

Retrospectivamente, los indicios de este fenómeno se reconocen con claridad en algunos relatos y novelas de los años sesenta y setenta, procedentes sobre todo de la cultura anglosajona. Pronto hará cuatro años que les hablé desde aquí mismo de una novela excepcional a este respecto: La piedra de moler (1965), de Margaret Drabble, publicada por Alba en su indispensable colección “Rara Avis”. En la misma colección se publica estos días -y tal es el pretexto de la precedente divagación- otra novela que incide, esta vez de manera terrible y desasosegante, en el asunto de la maternidad, experimentada de forma patológica por una mujer obsesionada por tener una niña, es decir, una hija hembra. Me refiero a No, mamá, no (1978), de Verity Bargate, ya publicada en su día por Edhasa, pasando entonces desapercibida.

Se trata de una novelita estremecedora, sutilmente atravesada por algunas de las vitriólicas cuestiones que promueven los debates sobre la eugenesia o la libertad de sexo, o sobre los límites de la patria potestad, y que ya desde su primeras frases (“Lo que más me sorprendió cuando me dieron a mi segundo hijo y lo cogí en brazos, fue la total ausencia de sentimientos. Ni amor. Ni cólera. Nada”) ofrece un atisbo de los desiertos y de los infiernos que también contiene la que se tiene por la más feliz y trascendente de las experiencias.