En su brevísima y esencial Autobiografía (uno de los textos más bellos, más sabios y más dignamente humildes que he leído en mi vida), el poeta norteamericano Robert Creeley cuenta cómo, hallándose en San Cristóbal de las Casas, allá por los 50, “el autodenominado antropólogo Franz Blum” les preguntó a él y a sus acompañantes si les gustaría conocer a un indio lacandón de la península del Yucatán. Apenas lo había dicho cuando “una persona inexplicablemente contenida entró a la pieza”. Con “contenida” pretende Creeley sugerir, explica, “que estaba entera allí, toda ella estaba presente, como lo estaría un animal intenso, un tigre por ejemplo, pero en absoluto amenazante. Toda la aparente capacidad de sus sentidos estaba alerta al hecho de su propia existencia, no a su proyección o reminiscencia. Ahora no puedo determinar con claridad cuán impresionante y tierna era esa capacidad humana. Tan lejana al pensamiento, la fe o a cualquier eventual abstracción en absoluto; sin requerir ejercicio ni voluntad, ni compromiso, ni razón”.

El impacto de esa presencia, tan poderosamente evocada, lo trae Creeley a colación poco después de haber recordado algo que su compañero y maestro Charles Olson decía a sus estudiantes. Olson les enfatizaba “cuán largo es el camino para lograr ‘un hábito y una obsesión', un lugar al que uno esté tan habituado que ni siquiera se lo piense como escindido de uno”.

Recordando esas palabras, Creeley, ya en la vejez, declara, resignado, haber sido él mismo “un turista en el mundo”, y reflexiona sobre las consecuencias de ello. “Sería una buena pregunta saber cuándo comenzó toda esa sensación de desplazamiento, pero es demasiado tarde para hacerse esa pregunta. Aun así, si uno alguna vez ha visto a otro ser humano que se sienta totalmente en casa, completamente presente, es inolvidable”.

A lo largo de su vida, Creeley rodó de un extremo a otro de Estados Unidos, vivió en la India y en Birmania, en Centroamérica (México, Guatemala), en Mallorca, en Finlandia... “Muchas veces me he encontrado a gente de mi propio país en recónditas esquinas del mundo -escribe-, metafísicamente agachados, farfullando que se han escapado del horror de sus orígenes, y al parecer no pueden pensar en ninguna otra cosa. Pero no han llegado a ninguna parte, solamente se han ido. Y considero despreciable ese sentimiento de seguridad. Ya nadie logra escapar”.

Me gusta eso de que “no han llegado a ninguna parte, solamente se han ido”. Lo recuerdo a menudo, cuando veo a tantos jóvenes y no tan jóvenes locos por largarse, a menudo sin un imperativo económico ni de ninguna otra clase. ¿Cómo transmitirles la advertencia de Olson?

En otro lugar de su Autobiografía recuerda Creeley a sus vecinos de New Hampshire, “algunos de los cuales ni siquiera se desplazaron 25 millas del lugar donde nacieron”. Uno de ellos fue a la guerra, al Pacífico sur, y al volver se reestableció en su lugar sin salir nunca más de allí. Creeley le pidió a su hermano que lo acompañara a Cambridge, Massachusetts, a sólo tres horas, a visitar a su madre, pero el otro decidió no ir, con el argumento de que allí “no conozco a nadie”. “Le pareció absurdo a él eso de ir adonde uno no ha hecho relaciones y no conoce a nadie”, comenta Creeley.

Pese a su nomadismo, Creeley reconoce la importancia determinante que, para su propia tarea de escritor, tuvo siempre el concepto de “lugar”. “En realidad, hablo de mi idea de lugar. Como diría Robert Duncan, ‘donde el corazón halla reposo'. Me refiero al lugar al que uno está abierto, donde las inseguridades, el actuar a la defensiva y muchas otras reacciones bajan finalmente los brazos”.

Puede que no esté de más recordar estas palabras en una época como ésta, de trashumancia obligatoria, de desarraigo casi preceptivo, de turismo idiota.

La Autobiografía de Creeley, junto a la soberbia entrevista que le hizo The Paris Review y un puñado de maravillosos poemas, todo traducido y presentado por Germán Carrasco, fueron editados por Ediciones Universidad Diego Portales en 2010, en un volumen impagable, liviano. Si pueden, no duden en agenciárselo.