Ayer (en este caso, el pasado miércoles 28 de junio) cayó en mis manos la carta abierta que la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, dirigió a la ciudadanía con motivo de la celebración en la villa del Día del Orgullo Gay (World Pride). Uno ya sabe que este tipo de textos no los redacta quien los firma, sino algún escribiente profesional. Esto no exime de responsabilidad al firmante, a quien ni el despiste ni un exceso de confianza le sirven de atenuantes. Lo digo porque, en esta ocasión, la carta de la alcaldesa superaba todos los márgenes razonables del buenismo, de la cursilería y de la bobería. Me dirán que cartas de este tenor son lo corriente; pero lo cierto es que no suelo leerlas, de ahí quizá el escándalo que ésta me ha producido. Tentado he estado de reproducirla íntegra y sin más comentarios en esta misma página, para que el lector juzgue por sí mismo. Pero presumo que la carta de marras habrá tenido una amplia difusión, y por otro lado no quiero privarme de añadir algunos comentarios. Me limitaré, pues, a extractar algunos de sus pasajes más bochornosos (cosa difícil, en la medida en que todos lo son en altísima medida):

“Madrid hace realidad una vez más su auténtico ser [¡guau!] con la celebración del Orgullo Mundial. Más allá de cualquier etiqueta, vuelve a reivindicar lo que es: la ciudad de la libertad. Creo que nada mejor demuestra esa condición que la bandera arcoíris, ya terminada [...] Cien mil lazos con los colores de la bandera [...] cien mil gestos que muestran el sentir y la voluntad de la ciudadanía por tejer una sociedad libre, igualitaria [...] Porque Madrid es eso: una ciudad de puntadas con las que narra su historia y muestra su esencia libre y solidaria. Esos son, sin duda, dos de los rasgos principales de su retrato. Dos trazos que la convierten, además, en una ciudad sin miedo [...] Mirar atrás nos ayuda a valorar lo conseguido, a encontrarnos con nosotros mismos y, sobre todo, a no olvidar [...] Cuando miro atrás y constato que en los tiempos oscuros y tristes de la dictadura franquista, entre 1970 y 1979 [sic], se abrieron 3.600 expedientes por homosexualidad, de los cuales unos mil fueron condenados sin garantías [...] me siento contenta y orgullosa de esta ciudad que no ha dejado de mostrar día a día su capacidad integradora, su vocación de hacer suyas las causas justas...”.

Chúpatela (la carta, digo).

Me pregunto a quién va dirigido un discurso de esta catadura (¿a los numerosos y perseverantes votantes de Esperanza Aguirre y de Ruiz Gallardón?, ¿a los titiriteros que ingresaron en prisión el año pasado?). Me apena pensar que quien lo suscribe se halla al frente de un equipo municipal de signo pretendidamente progresista. Me espanta constatar que la repelente chatarrería verbal puesta a rodar durante los años ochenta por los jerarcas culturales del socialismo más fiestero -la misma que sirvió para desactivar, domesticar y disfrazar con la peineta de la Movida el filo transgresor e insumiso de la entonces potente contracultura madrileña- siga siendo moneda de curso. (Por no meterme ahora con el ridículo video promocional del World Pride lanzado por el mismo ayuntamiento, y con su monjil eslogan: “Ames a quien ames, Madrid te quiere”, que compite con el insólito “Sant Jordi es amor” del Día del Libro de este mismo año, en Barcelona.)

Afortunadamente, también ayer se me ocurrió ir a ver Selfie, la película de Víctor García León. Si aún no la han visto no se la pierdan. Era el día del espectador y en la sala sumábamos seis personas. Confieso que todavía no he digerido del todo lo que vi. García León le deja al espectador el trabajo de arreglárselas como pueda con su trabajo, repleto de flaquezas pero asombrosamente radical en su apuesta, llena de gamberrismo y de mala leche, y también de humor de todos los colores.

Que en esa ciudad Disney que pinta Carmena se haya rodado una película como ésta (con un presupuesto de diez mil euros, al parecer) deja un resquicio para la esperanza. Pequeño, sí, pero un resquicio.