En una conversación entre Félix de Azúa y Francisco Ferrer Lerín publicada hace un par de años en la revista Ínsula, el primero sacó a colación, muy tangencialmente, el asunto de posteridad, de “la esperanza en el día de mañana”. En su réplica, Ferrer Lerín recordó el ensayo de Richard Rorty Contingencia, ironía y solidaridad (1989), en el que se comenta un hermoso poema de Philip Larkin titulado "Seguir viviendo" (1954). En su estrofa final, el poema dice más o menos: "Y cuando ya has recorrido tu mente de un extremo otro, aquello / de lo que te sientes dueño te resulta tan claro como un registro de mercancías. / No te parece concebible que nada más pueda existir. // ¿Y cuál es la ganancia? Con el tiempo, / acabamos más o menos por reconocer la marca ciega / que nuestras conductas llevan impresa, / rastreándola hasta el origen. / Pero confesar, // en ese atardecer verdoso en que nuestra muerte comienza, / tan sólo lo que fue, apenas sirve de consuelo, / puesto que se corresponde con un solo hombre y una sola vez, / y ese hombre está muriendo".
Comenta Rorty: "El poema de Larkin viene a desvelar lo que más temía el poeta: la extinción de su ‘registro' personal, de su particular percepción de lo que era posible e importante. Eso que hace que su yo sea diferente del de los demás. Que esa diferencia se borre es, supongo, lo que todo hacedor teme por encima de todo". A lo que Ferrer Lerín apostilla: "O sea, que no sólo es el temor a que la obra no sea recordada sino también a que, en el caso que sí lo sea, nadie sea capaz de diferenciarla de otras, nadie encuentre allí nada distintivo".
Se me ocurre contrastar esta reflexión con lo que el narrador argentino Daniel Guebel dice en la “nota” final de El caso Voynich (Eterna Cadencia, 2009): “Me gustan los libros donde se nota que el autor puede ser o parecerse a cualquiera; me gusta pensar que el mejor desafío para un escritor es borrar lo identificable que se encuentra bajo su firma para apropiarse de la colectiva que rubrica todos los libros de su biblioteca. Su opuesto, la extensión de una identidad literaria a lo largo del tiempo, con suerte produce reconocimiento y aprecio, el nombre como marca. En un extremo del copyright, cuando un autor es detectado, su escritura se neutraliza y sus libros se convierten en una pálida copia de los que redactan sus imitadores”.
He aquí dos apuntes antitéticos en relación al tema de la posteridad, de esa marca que un autor cualquiera es capaz de dejar en una determinada tradición. Un asunto que, cualquiera que sea la perspectiva que se asuma, nunca queda exento de cierto patetismo. Más cuando, como en el caso de Larkin, el autor en cuestión parece aferrarse a esa marca, a cuyo contorno ha dedicado su trabajo y experiencia.
Cuesta creer en la sinceridad de una declaración como la de Guebel, el primero en aceptar que, en este campo al menos, “la sinceridad es imposible”. De hecho, él mismo plantea una tercera opción, que es la que parece suscribir para sí mismo: “la de aquel que oscila entre ambas tentaciones y que, dominado por cierta moral de la escritura, se esconde en la diversidad para multiplicar los rastros sanguinolentos de su cuerpo en fuga”. Guebel plantea todavía otras variables, al tiempo que confiesa que al menos un párrafo de su novela “fue tomado casi literalmente de esas páginas electrónicas de dominio público”. A lo que añade: “Pasado el tiempo, no reconozco qué es propio de lo que es ajeno y qué es ajeno de lo propio. Y el distingo me parece intrascendente”.
Se diría que esta última confesión, que cualquier artista anterior al romanticismo asumiría con toda tranquilidad, resulta poco menos que escandalosa en una cultura obsesionada con los plagios, con la autoría y la propiedad intelectual. Con la “marca” personal. Que sin embargo -y la obra de Ferrer Lerín, precisamente, es una prueba de ello- no sólo trasciende cualquier tipo de apropiación, incluso literal, sino que no pocas veces se nutre esencialmente de eso.