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Mínima molestia

Informantes

8 diciembre, 2017 01:00

Cualquiera sea la gravedad de la crisis en que se halla sumida la industria editorial (si es que puede llamarse crisis a lo que tiene todos los visos de ser un proceso de transformación irreversible), no cabe duda de que, como suele ocurrir, el peso de la misma recae principalmente sobre una amplia y diversa franja de trabajadores tradicionalmente malpagados -muchos de ellos freelancers- cuyas tarifas, desde hace al menos una década, permanecen en el mejor de los casos congeladas, cuando no han sido sensiblemente recortadas. Aunque poco visible, la incidencia de su trabajo en el proceso editorial es sin embargo importante, a menudo sustancial, a tal punto que hay razones para temer que el saneamiento de la industria se esté confiando a una merma significativa de los niveles de calidad del producto resultante: el libro.

Entre los trabajadores a los que aludo se cuentan los informantes. Ya saben: lectores a quienes, para cribarlos, se confían los libros, mecanoscritos o archivos digitales que el editor no tiene tiempo de leer y calibrar. De ellos se espera que, tras leer los textos, hagan un informe orientativo de su interés literario y de sus expectativas comerciales.

Estos informantes conforman una de las capas más precarias, peor pagadas y, en consecuencia, con mayor rotación dentro del “proletariado” editorial. Suelen ser -no siempre- jóvenes licenciados o aspirantes a editores que, gracias a algún contacto, y habiéndose acreditado previamente como lectores confiables, aceptan llevarse a casa, periódicamente, un montón más o menos abultado de textos sobre los que deberán informar a cambio de una cantidad que se mantiene, por lo general, por debajo de los cien euros por unidad. Poca cosa, como ven, si se piensa que leer una novela o ensayo de extensión media ocupa sus buenas horas, a las que hay que añadir el tiempo empleado en redactar el informe en cuestión.

Naturalmente, la economía de un trabajo así presupone, por una y otra parte, que los textos, en su mayoría, no van a ser leídos, o no al menos entera ni cabalmente. El trabajo del informante resultará tanto más rentable en cuanto éste sea capaz de detectar, en el menor tiempo posible, el escaso valor o interés del texto que lee. Algo que requiere olfato, sí, pero también experiencia. Y que no deja de entrañar el riesgo de pasar por alto el valor de obras que no se ajustan a los patrones establecidos, o cuyo valor aparece encubierto por defectos que agotan antes de tiempo la paciencia de un lector que, por muy profesionalizado que esté, no deja de cargar con sus propias manías y prejuicios.

No hay por qué exagerar este riesgo, pero tampoco conviene ignorarlo. Un sistema editorial tan amplio y complejo como el español ofrece a cualquier escritor mínimamente tozudo e insistente la oportunidad de mandar su obra a un gran número de editoriales o de agentes literarios. En cada ocasión lo más probable es que esa obra pase por algún tipo de criba, por muy sumaria que sea, y cuesta aceptar que, de tener esa obra alguna valía, quede una y otra vez inadvertida.

A pesar de lo cual el riesgo, por mínimo que sea, subsiste. Y en cualquier caso no deja de entrañar cierta perversión el hecho de que -en un primer nivel, al menos- la selección de lo que finalmente se edita sea confiada a lectores en general mal predispuestos, o directamente impedidos, por razones obvias, de leer con atención suficientemente generosa.

Naturalmente, hay lectores “de élite”, e incluso vocacionales. Los hay también ocasionales, que desempeñan su tarea en estrecha complicidad con el editor. De la excelencia que puede alcanzar el peculiar género del informe de lectura dan prueba los volúmenes en que se recogen los escritos por Roberto Bazlen (Informe de lectura / Cartas a Montale, La Bestia Equilátera, 2012) y por Gabriel Ferrater (Noticias de libros, Península, 2012).

Pero casos tan excepcionales no deberían llamar a engaño. El informante corriente trabaja en condiciones muy otras a las de estos dos lectores extraordinarios, quienes, por otro lado, informaron casi siempre sobre libros publicados previamente en lenguas extranjeras, lo cual supone que esos textos habían superado ya cierto nivel de exigencia.