Leí días atrás Después de vivir un siglo, la solvente biografía de Violeta Parra escrita por Víctor Herrero y publicada recientemente por Lumen (2017). Qué personalidad terrible y fascinante la de "la Violeta", como se nombraba ella a sí misma.
Quien se resuelva algún día a escribir una biografía coral de la familia Parra habrá encontrado la mejor vía, probablemente, para contar la historia entera de Chile. Entretanto, el trabajo de Herrero, que aprovecha y supera otros previos, supone un importante paso en esa dirección.
He leído su libro con enorme interés, incentivado por mi familiaridad con la obra y la personalidad de Nicanor Parra. He subrayado un montón de datos que sugieren líneas de investigación que valdría la pena prolongar, como el impacto que tuvo en la cultura chilena el desembarco en Valparaíso de centenares, miles de republicanos españoles, entre ellos un buen puñado de artistas que, entre otras cosas, divulgaron por el país y por toda Latinoamérica la afición por la música popular peninsular. Al parecer, fue Nicanor quien recomendó a Violeta, en 1944, orientar su carrera entonces incipiente hacia el canto español. Los primeros triunfos de la joven artista fueron como intérprete de cante y baile flamencos. Tiene gracia conectar este dato con la intensa aunque pasajera admiración que el joven Parra sintió por Lorca, en cuya huella escribiría el que fue su primer libro, luego repudiado: Cancionero sin nombre (1937). "Violeta de Mayo, fiel intérprete del folclor español": así se anunciaban las actuaciones de Violeta Parra por aquellos años. Quién diría que los impulsores de dos movimientos -la antipoesía y la Nueva Canción- de enorme trascendencia para la configuración cultural de Latinoamérica debutaron en su día como artistas españolizantes.
Pero la perspectiva más enjundiosa que para mí ha abierto la lectura de esta biografía de Violeta Parra es la que permite vincular el surgimiento de lo que se conoce como “boom” de la literatura latinoamericana con el de la música del continente, que empezó por una histórica tarea de recuperación, divulgación y actualización del vasto caudal de la música popular. La figura de Violeta Parra adquiere, en este marco, dimensiones colosales, y cabe especular -salvando las infranqueables distancias y diferencias- que, de no haber puesto ella misma fin a su vida, su evolución como artista y los rumbos imprevisibles en que progresaría hubieran alcanzado en Latinoamérica una proyección tan amplia, compleja y duradera como la que, en Norteamérica y todo Occidente, sigue teniendo la figura de Bob Dylan.
Lo apasionante en esto es la temprana suspicacia con que Violeta se percató del ascendente que sobre la música latinoamericana iban cobrando el pop y el rock anglosajones, y la resistencia que plantó a la homologación y consiguiente trivialización que entrañaba la apropiación de aquélla por parte de la industria cultural.
Hay un momento estupendo del libro en que se cuenta cómo Simon & Garfunkel escucharon en 1965 “El cóndor pasa”, que interpretaban Los Incas, un grupo de música andina con el que el dúo compartió escenario en un teatro de París. Violeta detestó siempre esa canción, convertida en un éxito internacional cuando el dúo la grabó, y que desde hace mucho constituye poco menos que la banda sonora de la más tópica visión de Latinoamérica.
Hay muchas lecciones que sacar de la acritud -y de la obcecación, también- con que Violeta observó cómo la poderosa emergencia de la Nueva Canción latinoamericana dejaba de lado el repertorio del folclor campesino que ella tan esforzadamente había exhumado. De su insistencia en oponer la subversiva autenticidad de lo popular a la imagen preconcebida que los europeos hacían de Latinoamérica. Del aislamiento progresivo a que ello la empujó. De su radicalización política, al margen de modas y calenturas revolucionarias.
Quedan muchos paralelismos por establecer, también, entre el surgimiento, eclosión, desarrollo e internacionalización de la nueva música y los de la nueva literatura latinoamericanas. Mucho aún por sondear en el amplio margen existente entre la rica y compleja realidad del continente y su reductora estandarización y pasteurización para el consumo del turismo cultural.
El legado de la Violeta sigue permaneciendo, en muchos sentidos, pendiente de ser cabalmente asumido. Toda una mina por explotar.