Una habitación ajena
El 2 de septiembre de 1908, hallándose de viaje de trabajo en la ciudad fronteriza de Bodenbach, al oeste de Bohemia, Franz Kafka le escribe a su amigo Max Brod: “Por lo demás hay bastantes cosas: muy buena comida por la mañana, al mediodía y por la noche, y alojamiento en una habitación de hotel. Las habitaciones de hotel me gustan, enseguida me siento en casa en las habitaciones de hotel; de hecho, más que en casa”.
Leyendo estas palabras, recordé mi último encuentro con Juan Villoro en Barcelona. Pocas cosas más entretenidas y suculentas que la conversación con Villoro. Aquel día, poniéndonos más o menos al corriente de nuestros últimos pasos, se explayó sobre un asunto que me concierne particularmente. Hablaba Villoro de sus dificultades para encontrar en su casa el sosiego al que aspiraba para leer, escribir o lo que fuera. Me hablaba de su afición por las habitaciones de hotel, por los espacios impersonales, vaciados de reclamos, de voces, de tráficos, de recados, de distracciones, de todo ese ajetreo que imposibilita la concentración, el conveniente recogimiento.
-Virginia Woolf reclamaba una habitación propia -me dijo Villoro, en su mejor estilo epigramático-: yo sueño con una habitación ajena.
Golo Mann recordaba en sus memorias la cautela con que él y sus hermanos debían moverse por la casa, en religioso silencio, no fueran a perturbar el trabajo de su padre, encerrado en su despacho.
¿Era aquel despacho la “habitación propia” de Thomas Mann, que tantas veces salía indignado de ella para abroncar a sus hijos por el ruido que hacían?
Una habitación ajena (Belacqua, 1997) es el título de la novela en que Alicia Giménez Barlett noveló la conflictiva relación de Virginia Woolf con su criada, Nelly Boxall, que estuvo a su servicio casi veinte años. Sirviéndose de los diarios de la escritora, Giménez Barlett introduce la perspectiva de clase para hurgar en el alcance tan distinto que para criada y señora tenía el concepto de “habitación propia”.
No olvidemos a qué aparecía ligada la reclamación de Virginia Woolf: “Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”, escribe al comienzo de su célebre ensayo.
Dinero. Qué pocas veces se recuerda esta condición, que Woolf pone por delante de la de una habitación propia.
Por otro lado, Woolf no tenía hijos. Tampoco los tuvo Kafka, quien padecía la vida familiar de forma muy distinta a la de Mann. De 1911 es su apunte titulado “Barullo”, en el que escribe: “Estoy sentado en mi habitación, en el cuartel general del ruido de toda la casa. Oigo golpear todas las puertas, cuyo estrépito sólo me ahorra los pasos de quienes se mueven entre ellas, oigo incluso el golpe seco de la puerta del horno de la cocina. Mi padre irrumpe por las puertas de mi habitación y pasa envuelto en una bata que lo sigue a rastras; en la estufa de la habitación contigua alguien rasca las cenizas […] Alguien abre el cerrojo de la puerta principal, que hace un ruido como de garganta acatarrada y luego se abre como un canto de voz femenina y se cierra por último con un tirón sordo y viril, que es lo más despiadado de todo. Mi padre se ha marchado, ahora empieza un ruido más tierno, más disperso, más carente de esperanza dirigido por las voces de los dos canarios. Ya me había preguntado antes, y el canto de los canarios vuelve a recordármelo, si no debería dejar la puerta levemente entreabierta, arrastrarme como una serpiente hasta la habitación contigua y, una vez allí, pedir desde el suelo a mis hermanas y a su criada que se callen”.
Tiene gracia recordar que una de las grandes felicidades de Kafka, lo más semejante que llegó a tener a “una habitación propia”, al menos hasta instalarse en Berlín, ya al final de su vida, fue la diminuta casita -apenas un cuarto con fogón- que su hermana Ottla alquiló en 1916 en la pintoresca Calle de los Alquimistas de la ciudad vieja. Ottla le dio un juego de llaves y Franz se encerraba allí a escribir, en su “hogar”, como le escribía a Felice.
Pero era una habitación ajena