Si no he hecho mal las cuentas, esta es la columna número 400 publicada en esta revista bajo el rótulo común de “Mínima molestia”. La primera se publicó en enero de 2010. Así que empieza a correr el décimo año consecutivo en que -dejando aparte el mes de agosto y los números especiales- escribo semanalmente para El Cultural una pieza que ronda por lo común las setecientas palabras, las que llenan el espacio predeterminado de una página.
Previamente, había escrito columnas para dos periódicos chilenos, pero su cadencia era bastante más espaciada, y la colaboración no duró tanto tiempo, ni mucho menos.
Recuerdo que cuando Blanca Berasátegui me propuso esta columna se activaron en mí los escrúpulos y las aprensiones que no deja de despertarme el ejercicio público y profesional de la opinión.
Durante los más de quince años en que me dediqué más o menos regularmente al reseñismo, manifesté varias veces mi convicción de que la crítica no es opinión. De que una y otra -la opinión y la crítica- poseen un estatuto radicalmente distinto, hasta cierto punto antagónico.
La opinión ha sido desde siempre uno de los pilares del periodismo, que constituye su medio natural. La posición de la crítica es bastante más incómoda: ella misma es un hibridaje entre opinión e información (el otro pilar del periodismo), y para legitimarse busca amparo en una autoridad más o menos impostada, más o menos supuesta, que idealmente trasciende el radio estricto del individuo que la suscribe, por cuanto apela a “valores”, a “criterios” que no son de naturaleza personal.
El columnismo entraña el peligro de no llevar el propio pensamiento más allá del número de palabras. Y algo aún más grave: el de estirar voluntariamente ocurrencias que apenas merecían una frase
No es este el lugar para extenderse sobre la distinción en absoluto bizantina, sobre la que quisiera alguna vez profundizar. Lo que me importa ahora es recordar que, cuando acepté -no sin reticencias- la propuesta de Blanca, lo hice con el propósito de ensayar, en formato columna, una modalidad más o menos plausible de crítica cultural. De ahí que, como título de cabecera, escogiera uno que alude cómicamente al de Minima Moralia que Adorno puso a su extraordinaria colección de apuntes escritos en los años 1944 y 1949, bajo el impacto de la Segunda Guerra Mundial. El título de Adorno ironizaba el de la Magna Moralia atribuida a Aristóteles, así que todo queda en un mal chiste hecho a partir de un chiste que tal vez no lo fuera.
Admito que a estas alturas ya no sé muy bien qué es lo que vengo haciendo en esta columna. Me temo que no soy capaz de distinguir netamente, sin incurrir en la pedantería, las eventuales diferencias entre una columna de opinión sobre asuntos culturales y una columna de crítica cultural, así que mejor dejamos aquí la cuestión, que entretanto nos forzaría a consensuar una definición de cultura.
Prefiero hacer constar una observación que confirma mis peores aprensiones acerca de las taras que el columnismo imprime en quienes lo practican continuadamente. Me refiero a que, de tanto escribir con regularidad artículos de, pongamos, setecientas palabras, uno termina desarrollando una musculatura intelectual -por decirlo así- que se adapta progresivamente a esa extensión. Algo así como los atletas que se especializan en las carreras de cien metros lisos. O, por no irse tan lejos, como los sonetistas o haikistas que sólo aciertan a escribir sonetos o haikus.
Tras nueve años seguidos de escribir columnas semanales, uno termina produciéndolas como la gallina sus huevos. Ya no tiene que esforzarse, como antes, en recortar y ajustar las ideas incubadas a lo largo de la semana: éstas surgen ya con la extensión predeterminada. Se diría que uno termina pensando en setecientas palabras. O más bien que uno termina pensando pensamientos que tienen setecientas palabras, con todas las limitaciones que ello conlleva. Esto último lo digo con pitorreo, pero no sin cierta alarma.
Insisto siempre en que la inteligencia es muscular: se ablanda, se atonta si uno no la ejercita. Pero conviene ejercitarla de distintas maneras, para conservarla disponible para esfuerzos de exigencia dispar.
El columnismo (del tipo que sea) entraña siempre el peligro de no llevar el propio pensamiento más allá del número de palabras predeterminadas. Y entraña un peligro aún más grave: el de estirar voluntariosamente ocurrencias que apenas merecían una frase.
Dios nos libre.