El amor literario
Llamemos así al amor que un personaje literario es capaz de despertar en el lector. No hablo de simpatía, ni de interés, ni de afición, ni de admiración, sino de amor en toda regla, de un amor que puede llegar a ser obsesivo, incluso apasionado. Admitir que se puede sentir tal cosa por un personaje imaginario invita a plantearse algunas cuestiones relativas a la naturaleza del amor mismo, a menudo tan ilusoria.
Se me ocurre discurrir sobre esto con motivo de haber releído un ya viejo y certero artículo del editor y narrador argentino Luis Chitarroni en el que escribe: "Es curiosa la sensación del amor literario: no proviene -o por lo menos en mi caso no proviene- de una descripción detallada del personaje ni de una enumeración exhaustiva de virtudes y defectos. Es un servicio directo de la magia literaria o, mejor dicho, una especie de valioso residuo probatorio de su ejercicio. Y protege su poder con la misma eficacia -fórmula eficaz de la magia, llamaban los místicos a esta jubilosa alarma- que el amor por alguien real, algo que se debe tal vez al carácter ficticio que parece afianzarse en la persona que amamos en cuanto comienza la función. El amor por esas criaturas era tan afanosamente cierto como lo sentía; mi curiosidad por saber si las criaturas tienen un modelo dentro del elenco de la vida real adquiría, por lo tanto, proporciones desmesuradas".
Supongo que los amores literarios se despiertan sobre todo durante la juventud del lector más o menos inexperto o empedernido, cuando el encantamiento producido por la ficción es más intenso, cuando su magia funciona más eficazmente. Pero diría que ningún lector asiduo de ficciones narrativas deja nunca de ser sensible a la seducción particular de según qué personajes. La edad no lo cura a uno del sentimentalismo, y entretanto ocurre no pocas veces que un personaje determinado remueve asociaciones, activa reminiscencias cuyo efecto es avivar un amor latente, ya sea fantasmal o simplemente perdido.
Parece natural ese reflejo del que habla Chitarroni de averiguar si la criatura en cuestión tiene un modelo real. Pero yo diría que el amor literario no se afana demasiado en esa búsqueda, por cuanto se afianza en esa imprecisión, en ese carácter sólo insinuado del personaje, convertido en soporte sobre el que uno vuelca la creatividad de su propio deseo.
El amor literario no admite ser aparejado al que despierta un personaje teatral o cinematográfico, interpretado por una actriz o un actor cuyo físico tiene un impacto más o menos previsible -concreto, al fin- en el espectador
Sin duda existe un componente erótico en el amor literario, que de otro modo mal podría recibir el nombre de amor. Pero es difícil determinar en qué proporción interviene la libido en la atracción que nos suscita un personaje literario. Cabe pensar que depende de las aptitudes plásticas de la imaginación del lector. En cualquier caso, el amor literario no admite ser aparejado al que despierta un personaje teatral o cinematográfico, interpretado por una actriz o un actor cuyo físico tiene un impacto más o menos previsible -concreto, al fin- en el espectador. En el amor que despiertan los personajes de cine tendría interés -y sería un experimento ilustrativo, también, de la naturaleza del amor, así como del arte interpretativo- segregar la medida en que es el físico del actor o de la actriz el que inspira ese amor, y en qué otra lo es el personaje que encarna.
La obsesión por Jodie Foster que movió a John Hinckley Jr. a atentar contra el entonces presidente de Estados Unidos Ronald Reagan para llamar su atención, ¿la alimentaba la misma Jodie Foster por sí misma o era solo consecuencia de su papel como prostituta menor de edad en la película Taxi Driver?
No sé yo si ningún personaje literario ha provocado obsesiones tan extremas como las que sí han provocado algunos intérpretes de cine. Tendría interés averiguarlo. Lo que de momento sé es que, con el tiempo, los amores literarios se incorporan con naturalidad al historial amoroso de cada uno, con la ventaja añadida de su relativa incorruptibilidad, de su capacidad de renovarse a cada lectura.
Digo que su incorruptibilidad es relativa porque podría ocurrir que, en una de esas relecturas, el personaje que despertó nuestro amor ya no nos diga nada. Lo que no dejaría de traducirse en una lección acerca de nosotros mismos.