"Un hombre que se persigue a sí mismo, que se acorrala, que no se deja ruta de escape”. Este apunte del Cuaderno de Iowa sugiere bien el argumento –si cabe llamarlo así– de Envejece el perro tras los cristales (Literatura Random House), volumen recién publicado que reúne dos colecciones de notas de Horacio Castellanos Moya: el Cuaderno de Iowa y –casi diez años anterior– el Cuaderno de Tokio.
Los dos cuadernos tienen mucho de diario personal, si bien obvian la pauta cronológica, con independencia de que se atengan o no a su secuencia. Lo que tiene aquí lugar es una especie de construcción dramática a la que convendría muy bien el título de un conocido ensayo de Elias Canetti: “Diálogo con el interlocutor cruel” (1965). El ensayo de Canetti discurre sobre la escritura de diarios y de apuntes sueltos (en cuya frontera se instalan las anotaciones de Castellanos Moya). El “interlocutor cruel”, aquel con quien uno se las tiene cuando escribe diarios, es, obviamente, uno mismo, y en el caso de Castellanos Moya el diálogo con ese interlocutor recae una y otra vez sobre un mismo asunto: el acuciante sentimiento que, ya en su madurez, el escritor tiene de haberse traicionado.
“Te has traicionado tanto que ya no sabes quién eres. Lo que fuiste está perdido y lo que eres no lo reconoces”, se lee en un apunte del Cuaderno de Tokio. Y en otro del Cuaderno de Iowa: “Nadie puede traicionarse, como tú te has traicionado, sin pagar un precio. Tu desequilibrio comenzó cuando en lo que te has convertido perdió todo contacto con tu idea de ti mismo […] Por eso tus esfuerzos por reconocerte consumen tu energía; por eso la debilidad permanente: gastas tus fuerzas tratando de mantener juntos al que eres –y en el que no te reconoces– con el que creías ser y ya no existe”.
La radicalidad con que Castellanos Moya se interpela tiene poco que ver con el frecuente exhibicionismo de tantos ejercicios introspectivos. De lo que aquí se trata es, por el contrario, de desmontar la propia imagen.
“La desestabilización de sí mismo como estilo de vida”: tal parece ser el empeño episódicamente asumido por Castellanos Moya durante los dos segmentos más bien breves de tiempo –apenas unos meses– en que, en circunstancias particulares, se propuso indagar en su propio personaje.
La radicalidad con la que Horacio Castellanos Moya se interpreta tiene poco que ver con el frecuente exhibicionismo de tantos ejercicios introspectivos. De lo que aquí se trata es, por el contrario, de desmontar la propia imagen
El resultado es tan admirable como demoledor. O mejor dicho: admirable por cuanto demoledor. Insólitamente riguroso, y consecuente, y revelador. Y poco esperable en un escritor que nunca ha hecho industria de su yo ni de ninguna suerte de existencialismo intimista, sino que, lejos de eso, refleja en su narrativa el clima de tensión y de violencia en que transcurre la vida en buena parte de Centroamérica, y proyecta en sus novelas –como las de Roberto Bolaño, como las de Rodrigo Rey Rosa– una lectura bastante desoladora del continente americano en su totalidad.
Castellanos Moya fue uno de los últimos “fichajes” de Claudio López de Lamadrid. Recuerdo bien el entusiasmo y la convicción con que me hablaba de la expectativa de incorporarlo a su catálogo. Morongo (2108), la última novela de Castellanos Moya, publicada ya en Literatura Random House, confirmaba las altas expectativas que Claudio había puesto en él, y lo acercaba a su secreta ambición de reunir bajo su sello la que, para entendernos, cabe llamar “constelación Bolaño”, la constituida por los autores de su franja generacional con los que el mismo Bolaño se alineó.
La publicación de Envejece el perro tras los cristales ha sido adelantada, al parecer, para hacerla coincidir con la Semana del Autor que por estos días dedica a Castellanos Moya la Casa América de Madrid, que así recobra –de la mano de la siempre experta y eficaz de Anna María Rodríguez– una buena tradición suspendida durante varios años. No cabe imaginar un contrapunto más cáustico al previsible coro de tributos, reconocimientos y elogios –todos justificados, sin duda– de los participantes en las tres mesas redondas programadas. El propio autor se revela como su más implacable crítico en este libro, que parece adelantarse a su propia fiesta de consagración para vacunarlo de antemano contra toda tentación de vanidad.
Ejemplar.