La proliferación de pequeñas editoriales, en todo el ámbito de la lengua española, no cesa de deparar sorpresas, a menudo gratas. Acostumbrado como está uno a ver sobre todo la superficie del mundo editorial, en el que la mayor parte de los movimientos parecen tener lugar en torno a un mismo tipo de libro, en torno a un mismo tipo de autores; acostumbrado uno, digo, a ser interpelado como lector en nombre de unos mismos criterios tanto literarios como comerciales, no puede menos que asombrarse cuando, al cambiar de lente, se percata de que esa misma superficie supuestamente tan trillada alberga, en grietas, hendiduras, nichos imperceptibles al simple vistazo, una vida mucho más rica y diversa, mucho más interesante y reveladora de lo que sospechaba.
Entre signos inequívocamente crepusculares de la cultura libresca se cuenta el interés que al parecer despierta ya no la figura del escritor sino la del lector, y no tanto la literatura como el libro mismo, su trastienda.
Hace poco más de un año les hablaba de dos recientes colecciones que me perecieron insólitas. Una dedicada a la reflexión teórica sobre las actividades de leer y de escribir (Colección Escribir, de Ediciones DocumentA/Escénicas, Córdoba, Argentina). Otra, a la experiencia de los propios escritores en cuanto lectores (Colección Lectores, de la editorial Ampersand, Buenos Aires).
Entre signos inequívocamente crepusculares de la cultura libresca está el interés que despierta ya no la figura del escritor sino la del lector, y no tanto la literatura como el libro mismo, su trastienda
Días atrás tuve noticia de la colección Editor, que en Querétaro, México, publica Gris Tormenta, un “taller editorial” nacido con voluntad de promover el debate y la reflexión sobre la cultura y el pensamiento contemporáneos. En palabras de sus impulsores, “la colección Editor se compone de narraciones en primera persona que revelan los distintos procesos, largos e inesperados, que existen antes de que un libro sea abierto por un lector”. Recoge, así, “memorias y ensayos dedicados a los múltiples oficios de la edición: crítica, retórica y filosofía literaria; creación, composición, traducción y edición”.
Se trata, en principio, de textos breves, bien presentados, de diseño muy cuidado. Los dos primeros títulos de la colección ponen el listón bien alto. Las posesiones, de Thomas Bernhard, prologado por Andrés Barba, reúne dos escritos extraídos, creo, de Mis premios, libro que el autor tenía ya listo cuando murió y que se publicó póstumamente (en España lo publicó Alianza en 2009). Son dos escritos que rebosan comicidad, al tiempo que ilustran acerca de la vida material de un escritor por otro lado muy poco ejemplar, y de su ambivalente relación con los galardones que eventualmente recibe.
En cuanto a Perder el Nobel, de la escritora y traductora estadounidense Laura Esther, es un precioso testimonio sobre la relación de esta autora con la obra y la persona de Svetlana Alexiévich. Esther, afectada por una enfermedad pulmonar, narra con naturalidad y sencillez conmovedoras las circunstancias en que dejó pasar la oportunidad de traducir del ruso al inglés las obras de Alexiévich, a quien había tenido oportunidad de conocer personalmente con motivo de servirle de traductora simultánea en un festival del PEN Club celebrado en Nueva York en 2005, diez años antes de que le fuera otorgado el Nobel. Narra también de qué modo se sumergió en sus libros, y el impacto que le ocasionaron.
No resulta extraño que este texto obtuviera el prestigioso Notting Hill Editions Essay Prize, ni que una autora como Vivian Gornick lo haya elogiado. En pocas páginas, Esther acierta a reflexionar de manera distanciada y profunda sobre su oficio de traductora y los motivos que la llevaron a ejercerlo, sobre la literatura rusa en general, sobre su relación personal con ese país. Y entretanto ofrece un incitante acercamiento a la obra de Alexiévich.
Perder el Nobel lleva un buen prólogo de Marta Rebón, traductora del ruso al español y al catalán, lengua esta última en la que ha vertido cuatro obras de Alexiévich. El librito, así, cumple excelentemente el objetivo de una colección singularísima, que me empeño en reconocer como indicio de una significativa tendencia “metalibresca”, por así decirlo, en la que el libro mismo, en su materialidad, es reconocido y explorado como objeto de culto por parte de una comunidad acaso menguante pero cada vez más ferviente y especializada de lectores muy conscientes de su valor y de su especificidad.