Escribe Paul Valéry en uno de sus siempre luminosos apuntes: “El crítico no debe ser un lector, sino el testigo de un lector, quien lo contempla leer y permanecer mudo. La operación crítica capital es la determinación del lector. La crítica presta demasiada atención al autor. Su utilidad, su función más positiva, podría manifestarse por consejos del siguiente género: ‘Recomiendo a las personas de tal complexión y de tal humor que lean tal libro’”.
Más allá de la ironía que rezuma la última frase, pienso que el apunte toca una cuestión clave a la hora de discutir los desconcertados rumbos de la crítica en la actualidad y sus alcances en cuanto servicio público, por así decirlo.
De entrada, suscribamos eso de que “la crítica presta demasiada atención al autor”. Que éste se sienta personalmente interpelado, y que sea por lo común el más vigilante y concernido consumidor de la crítica, explica que muchos sobrentiendan que es su principal destinatario, cuando en absoluto es así. Mal le irá al crítico que lo crea.
Puede que el problema fundamental de la crítica sea, precisamente, el de definir a su destinatario. Difícilmente resultará eficaz una crítica que se dirige al lector en general. El buen crítico promueve y consolida una comunidad de lectores, mejor cuanto más amplia, pero en cualquier caso diferenciada de la masa informe del público. Manuel Vázquez Montalbán decía que “no hay que confundir el público con el mercado, sino considerarlo como una vanguardia de ese mercado”. Es una forma de verlo, no exenta de filos.
Como sea, Valéry apunta más lejos aún. O más cerca, según se considere. Lo que él viene a sugerir es algo muy conforme al espíritu de nuestro tiempo: la suspensión del carácter prescriptivo de la crítica. Ya no se trataría de influir sobre el lector para que lea determinados libros que se estiman mejores o sencillamente preferibles atendiendo a una determinada escala de valores de naturaleza más o menos estética o ideológica. Se trataría más bien de deducir el tipo de lector que postula el libro en cuestión, y servir de puente para su encuentro.
Puede que el problema fundamental de la crítica sea el de definir su destinatario. El buen crítico promueve y consolida una comunidad de lectores diferenciada del público general
Todo aquel que se dedica de manera profesional a los libros se enfrenta con frecuencia a la situación de un recién conocido que le pide recomendaciones de lectura. Mi respuesta, en tales casos –en que se ignora casi todo sobre los gustos e inclinaciones de quien hace la consulta–, consiste en preguntar a su vez qué género de libros, qué títulos, qué autores gustan particularmente a quien solicita la recomendación. A partir de ello cabe hacer la recomendación con un margen mucho más amplio de acierto. Cualquier otra cosa supone disparar a ciegas, pues ¿con qué probabilidad un lector que aprecia las novelas de, pongamos, Dan Brown podría disfrutar con un libro de J.M. Coetzee, por mencionar dos autores muy distintos, internacionalmente consagrados los dos?
El crítico, pues, como una especie de farmacéutico que recomienda la lectura de un libro en función de –como dice Valéry– la complexión y el humor del lector.
Con Gonzalo Torné, con el que me he divertido en más de una ocasión discurriendo fórmulas más
o menos peregrinas para renovar los formatos convencionales del reseñismo, ideamos una vez lo que llamamos “crítica farmacológica”. Consistía en plantear una reseña como el prospecto de un medicamento: indicando qué tipo de intereses, de necesidades o de inclinaciones satisface el libro en cuestión, cuál es la posología más conveniente para consumirlo (¿de un tirón?, ¿en vacaciones?, ¿por Navidad?, ¿al acostarse por las noches?), cuáles sus contraindicaciones, sus componentes, etc.
Bromas aparte: Valéry plantea sin ninguna frivolidad una reconsideración de la crítica como servicio consistente tanto en abastecer a los más diferentes lectores de recomendaciones convenientemente adaptadas a sus gustos particulares, como en buscar para los diferentes libros el tipo de lector en atención al cual han sido preferentemente escritos.
Así dicha, la cosa puede antojarse muy banal, o incluso venal. Pero si se piensa dos veces se caerá en la cuenta de que una proporción nada desdeñable de los comentarios sobre libros que llenan las páginas de las revistas y suplementos literarios responden ya –bien que de una manera acaso inconsciente– a este patrón.