He leído El espejo del mar, de Joseph Conrad, en al menos dos ocasiones, pero no recordaba el episodio que evoca Rubén Ángel Arias en una de las entradas de su estupendo Diario de Moscú, que viene publicando por entregas en la revista CTXT. Me refiero a la historia del “pobre P.”, narrada por Conrad en los capítulos XI y XII de ese libro admirable (que Javier Marías recuperó en 2005 para su editorial Reino de Redonda, rehaciendo su vieja traducción de 1981, y con el mismo prólogo que Juan Benet escribiera entonces). La resumo con las palabras de Rubén:
“El pobre P. es pobre de oído, pero lo disimula muy bien. Cuando los demás le hablan y, por supuesto, él no responde, pide disculpas porque no es que no los oiga, es que está pensando en otra cosa, y así siempre. Su intrepidez le ha llevado a ser el encargado de desplegar lona en las embarcaciones en que trabaja. Lona es la palabra que los marineros utilizan para referirse al conjunto de las velas. A más lona, más superficie para el empuje del viento y, por lo tanto, más velocidad. La proverbial sordera de P. hace que, incluso en medio de un temporal, se empeñe en seguir a toda lona, pues apenas acierta a escuchar el crujido que hacen los mástiles justo antes de romperse. Cuando el capitán se le acerca, él disimula el riesgo en el que está poniendo la estructura del barco mirando fijamente el horizonte y presumiendo de temple y de un envidiable equilibro en medio del sube y baja provocado por las embestidas del oleaje, como si todo en él dijera: ¿una tormenta?, vamos, por favor, ¿de qué tormenta me hablan? Conrad supo años después de navegar con él que había muerto en medio de una de las habituales borrascas que se desencadenan entre Nueva Zelanda y el Cabo de Hornos. El escritor polaco se lo imagina mirando al frente, garboso y desafiante, entre los altos palos de un barco cuyas velas él le había visto forzar al máximo en más de una ocasión”.
Al leer esta historia, me vino al recuerdo, inevitablemente, una fábula del poeta y místico persa Farid al Din (siglo XII) que Elias Canetti incluye entre sus apuntes del año 1978. La fábula se titula “Hatem el Sordo”, y la transcribo aquí entera, para solaz y provecho del lector:
Ese fuego cruzado entre quienes hacen oídos sordos al ruido y quienes, sin oírlo en absoluto, nos abocan impasiblemente al desastre. Pero la sordera no es el camino del silencio
“Hatem el Sordo era un hombre tan blando de corazón que un día, a una mujer que se le acercó para hacerle una pregunta y en el mismo instante soltó una ventosidad, le dijo: ‘Habla más fuerte, que oigo mal’. Lo dijo para que la mujer no sintiera vergüenza. Ella alzó la voz y él respondió a su pregunta. Mientras vivió aquella mujer, unos quince años aproximadamente, Hatem se hizo el sordo para que nadie le dijera a la anciana que no lo era. Tras la muerte de ésta, volvió a responder de inmediato a cualquier pregunta. Pero hasta entonces le decía a todo el que se dirigía a él: ‘Habla más fuerte’. Por eso fue llamado Hatem el Sordo”.
Al evocar la historia del “pobre P.”, Rubén dice que “el humor de Conrad está ahí”. Y añade: “Es una lección, en más de un sentido”.
Lo mismo cabe decir de la historia de “Hatem el Sordo”.
Las dos historias se complementan de manera curiosamente ejemplar. Cada una es el reverso de la otra. El sordo que finge no serlo, y el que, sin serlo, se hace pasar por tal durante nada menos que quince años, por ser consecuente con un impulso de piedad y de cortesía.
También en el contraste entre las dos historias, y no solamente en cada una tomada por sí sola, parece haber “una lección, en más de un sentido”.
¿Cuál?
Vaya uno a saber.
Hilando varias cuentas, les hablaba no hace mucho, desde aquí mismo, del silencio, y de la necesidad de invocarlo en estos tiempos lenguaraces y estridentes.
Por allí, seguramente, sonarán los tiros.
Ese fuego cruzado entre quienes hacen oídos sordos al ruido y quienes, sin oírlo en absoluto, nos abocan impasiblemente al desastre.
Pero la sordera no es el camino del silencio.