El mismo día en que Rafael Sánchez Ferlosio hubiera cumplido 92 años, el pasado 4 de diciembre, se celebró en la sede del Instituto Cervantes de Madrid un homenaje a su memoria que contó con la participación de un buen número de amigos y de personas cercanas al escritor, empezando por su viuda, Demetria Chamorro.
Muy pocas semanas antes tuvo lugar, también en Madrid, con la participación asimismo de viejos conocidos de Ferlosio, la presentación del libro Diálogos con Ferlosio, editado por José Lázaro (Biblioteca Deliberar, Triacastela). Se trata de un volumen que recoge más de cuarenta entrevistas hechas a Ferlosio en un arco temporal que va de 1956 (el año siguiente al del premio Nadal concedido a El Jarama) a 2107. Un cuerpo muy considerable –y bien tasado– de declaraciones a menudo intempestivas cuyo plato fuerte lo constituye, sin lugar a dudas, el texto original de la entrevista que Félix de Azúa le hiciera a Ferlosio con ocasión del número especial que la revista El Archipiélago dedicó al escritor con motivo de su 70 cumpleaños. Como es sabido, a Ferlosio le disgustó el texto que Azúa le mandó para su supervisión, que sólo después de darle muchas vueltas optó por rehacer y publicar a modo de memoir redactada por él mismo bajo el título “La forja de un plumífero”(1998).
El episodio, reconstruido con detalle por José Lázaro en su prólogo, es ilustrativo de la dificultad que tenía Ferlosio para reconocerse en la palabra hablada, desprovista de la precisión, de la rectitud que él tanto buscaba –y apreciaba– en la escritura.
Ferlosio no era elocuente. Se lo dificultaban su timidez y su exacerbado sentido del pudor. Importa tener esto en cuenta cuando se lee 'Diálogo con Ferlosio', las más de cuarenta entrevistas que ha reunido José Lázaro
Recuerdo la sorpresa que, cuando lo conocí en persona, siendo él ya octogenario, me produjo la voz de Ferlosio. Lo mismo me había ocurrido mucho antes con Octavio Paz, cuya voz no se correspondía con la que uno, de manera sin duda arbitraria, le había fabricado con el oído interior, mientras lo leía. En el caso de Ferlosio, la amplitud de su sintaxis, el estilo severo y a menudo intimidante de su prosa tanto periodística como ensayística, se compadecían mal con una voz débil y cascada, lastrada en su vejez por una respiración fatigosa.
Esa inconsecuencia, por así llamarla, entre la voz y el estilo, se repetía en el plano del discurso. Ferlosio no era elocuente. Era un buen conversador –como lo fue toda su generación– pero no era elocuente. Se lo dificultaban su timidez y su exacerbado sentido del pudor. Es conocida su escasa afición a hablar en público, y su resistencia a hacerlo sin el sostén de unas páginas escritas. Pese a lo cual, el resultado solía ser, en el plano de la dicción, poco feliz, como cabe constatar escuchando en la red el por otro lado extraordinario discurso del Cervantes (2004).
Importa tener esto en cuenta cuando se leen las conversaciones de Ferlosio reunidas por José Lázaro, quien no deja de avisar al lector de esta radical asimetría entre el hombre que escribe y el que conversa. Sustraídas de la férrea malla de su sintaxis, las ideas de Ferlosio vuelan desamparadas como gorriones, azuzadas por las preguntas de los interlocutores, al acecho siempre –tanto más conforme iba propagándose su fama de hombre huraño y atrabiliario– de la fórmula rotunda y provocadora, de la soflama tronante y jeremíaca. Lázaro comienza su prólogo refiriéndose a los “disparates” de Ferlosio, y con razón sugiere que, en las mejores ocasiones, sus declaraciones tienen la luminosa contundencia de los más celebrados “pecios”.
Así las cosas, el interés principal de estos Diálogos con Ferlosio consistiría –como ocurre tan a menudo con el moderno género de la entrevista– en la furtiva captura de desahogos y deshinibiciones, de recuerdos personales traídos al asalto, de epifanías emocionales. Es el vislumbre de la personalidad de Ferlosio desprovista de la armadura de su prosa, asomando sólo muy fugazmente por las rendijas que en el tupido velo de su pudor abren su acusado sentido de la gratitud y de la cortesía, su vehemencia, las efervescencias líricas de su impresionante memoria, lo que confiere a estos diálogos su más apreciable valor, tanto mayor en cuanto se trata de un escritor particularmente hermético en relación a su privacidad, ya no digamos su intimidad.