No todos saben, me temo, que la posesión material de las cartas no da derecho a su publicación. Quiero decir que, por mucho que uno sea el destinatario específico de unas cartas escritas por y para él, por mucho que sea el dueño legítimo e indiscutible de esas cartas, la propiedad intelectual de las mismas pertenece a su autor, al menos en la legislación española. Su poseedor material es libre de hacer con esas cartas lo que quiera: venderlas, exhibirlas, destruirlas; lo que no puede hacer es publicarlas, aun si su contenido se refiere exclusivamente a su persona. De ahí que la correspondencia de muchos escritores notables permanezca sometida a la doble “censura” de sus herederos y de sus poseedores. La procelosa correspondencia de Roberto Bolaño, por ejemplo, sin duda una de las vetas más ricas y asombrosas de cuanto escribió, no puede ser publicada sin el consentimiento de sus herederos, no al menos hasta que sus derechos pasen a dominio público. A la vez, aun si sus herederos quisieran publicar determinadas cartas cuya existencia les consta pero de las que no son poseedores, deberían conseguir antes que los dueños de esas cartas les permitieran acceder a ellas para reproducirlas. Es decir que la correspondencia de un autor cualquiera suele depender de dos voluntades no siempre coincidentes: la del autor en cuestión (o sus legatarios), por un lado, y, por otro, la de su poseedor efectivo (sea o no su destinatario original).
Viene esto a cuenta de la noticia relativa a las más de mil cartas que T. S. Eliot escribió a su íntima amiga Emily Hale, confiadas por ella a la Universidad de Princeton, en 1959, y que por fin se hicieron públicas el pasado 1 de enero, una vez cumplido el plazo que la misma Hale impuso de no darlas a la luz hasta 50 años después de su muerte, ocurrida en 1969.
Los derechos de T. S. Eliot se liberaron en 2016, de modo que hace ya cuatro años que por ese lado las cartas hubieran podido publicarse libremente. Pero ya va dicho que para eso deben concurrir dos voluntades: la del autor y la del dueño efectivo de las cartas, que en este caso sólo a partir de ahora, cumplida la condición impuesta por Hale, podrán ser editadas.
Aun siendo el propietario intelectual de su contenido, el autor de unas cartas puede verse, como Eliot, abocado a no poder impedir su divulgación, y con ello ver expuesta s intimidad en aspectos que a lo mejor preferiría ocultar
Como explica Andreu Jaume en un artículo publicado en el ABC el pasado día 9 (“La clave escondida de los Cuartetos de T. S. Eliot”), las cartas de Eliot a Hale volcarán seguramente nuevas luces sobre un periodo fundamental en la trayectoria del poeta. Pero, a la espera de conocer en detalle su contenido, me interesa destacar aquí el dato de que Eliot quiso por todos los medios destruir estas cartas, estimando como una traición que su destinataria se resistiera a hacerlo. Por su parte, él mismo destruyó las que conservaba de Hale, y dirigió a la posteridad una carta al parecer durísima, puesta en circulación estos días, en la que ajusta cuentas con ella.
Nos hallamos ante una interesante situación que plantea la ambigua jurisdicción relativa a las cartas de quien sea. Aun siendo el propietario intelectual de su contenido, el autor de las cartas puede verse, como Eliot, abocado a no poder impedir su divulgación a largo plazo, y con ello ver expuesta su intimidad en aspectos que a lo mejor preferiría ocultar. Esta desposesión del control sobre la propia intimidad, y en consecuencia sobre la propia imagen de uno mismo, es uno de tantos aspectos espinosos a que la escritura de cartas puede eventualmente dar lugar, y que debería invitar a la prudencia a todo aquel que encuentre razones para velar por su posteridad.
La explícita determinación de destruir ciertos rastros, o simplemente la pretensión de ejercer un control sobre lo que uno mismo ha escrito sin pretensión ninguna de hacerlo público, ¿no debería ser razón suficiente para plantearse la posibilidad de vetar sine die la publicación no autorizada de textos íntimos? ¿Pero no resulta escandalosa, a la vez, la sola formulación de esta posibilidad? ¿No leemos con fruición las cartas robadas a la voluntad de autores a los que admiramos y cuya personalidad, a la luz de esas mismas cartas, nos revela aspectos inesperados? ¿Y no hay algo indecente en esa fruición?