Escribo esta columna dos días después de que la editorial Alianza haya confirmado que publicará en castellano las memorias de Woody Allen, A propósito de nada, el próximo 21 de mayo. Tras el anuncio de Hachette de no publicarlas, hubo el temor de que Alianza también rectificara, pero afortunadamente no ha sido así. Al parecer, los trabajadores y las trabajadoras del Grupo Anaya, al que pertenece el sello, no han puesto, como los de Hachette, el grito en el cielo, o al menos no en número y tronerío suficientes. La noticia me tranquiliza. Ignoro cuáles son las condiciones laborales de los empleados de Hachette en Nueva York, supongo que muy buenas para que no encuentren mejor motivo para sus movilizaciones que silenciar la voz de un cineasta como Woody Allen.
Aplaudo, conmovido, la sensibilidad de los directivos de Hachette ante las reclamaciones de sus trabajadores. Leyendo el comunicado de la empresa (“nos comprometemos a ofrecer un entorno de trabajo estimulante, de apoyo y abierto a todo nuestro personal”), me reafirmo en la presunción de que, a diferencia de la generalizada precariedad y sobrexplotación que caracterizan la situación de la industria editorial por estos pagos, lo de Hachette debe de ser poco menos que el país de Jauja, directivos y empleados compitiendo por quién vela más y mejor por la salud pública.
Conforme informaba el diario The New York Times, Woody Allen tuvo que hacer rodar el texto de sus memorias durante varios meses y por varios sellos editoriales, recibiendo sucesivas negativas, hasta que Hachette compró los derechos, que estos días, después de repensárselo, le ha devuelto. No sé cuáles han sido las reacciones de los escritores e intelectuales norteamericanos a este hecho. A mis oídos sólo ha llegado el tuit que colgó Stephen King a las pocas horas de haberse hecho público el comunicado de Hachette: “La decisión de Hachette de abandonar el libro de Woody Allen me hace sentir incómodo. No es él: me importa un comino el señor Allen. Lo que me preocupa es quién será el siguiente en ser amordazado. Una vez que empiezas, el siguiente es siempre más fácil”.
Ignoro cuáles son las condiciones laborales de los empleados de Hachette en Nueva York, supongo que muy buenas para que no encuentren mejor motivo para sus movilizaciones que silenciar la voz de un cineasta como Woody Allen
Bien por King: acierta a poner la cuestión en su marco adecuado. Acierta a señalar por qué, sea cual sea la opinión que uno tenga de Woody Allen, sobre su cine o sobre su propia conducta personal, es altamente preocupante lo que está ocurriendo a su propósito. Semanas atrás dediqué una de estas columnas al “caso Matzneff”, bastante más sórdido que el de Allen, si bien con consecuencias semejantes: la renuncia de su editorial, en este caso Gallimard, a seguir publicándolo. En su caso, como en el de Allen, de nuevo vale la réplica que el mismo Stephen King dio a un tuitero que le reprochaba su toma de posición sobre Allen: “Si crees que es un pedófilo, no compres el libro. No vayas a ver sus películas. No vayas a escucharlo tocar jazz en el Carlyle. Vota con tu billetera... En Estados Unidos, así es como lo hacemos”.
Así es como lo hacían, mejor dicho. Y también en Francia, donde el mundo editorial se movía por criterios que, mira por dónde, podrían formularse con las mismas palabras usadas por los directivos de Hachette en su comunicado: “Como editores, nos aseguramos todos los días en nuestro trabajo de escuchar diferentes voces y puntos de vista conflictivos”. Sólo que, paradójicamente, en estos tiempos esa amplitud de miras sirve ahora para censurar enfáticamente esas “diferentes voces y puntos de vista conflictivos”.
Si nos pusiéramos a recapitular, la lista de memorias escritas por autores de dudosa moral y de conducta aún más dudosa sería interminable. Hasta hace poco, a nadie se le habría ocurrido que esos libros merecieran ya no la condena sino la censura. En el caso de Woody Allen, lo que algunos parecen buscar no es sólo que no pueda publicar sus memorias, sino que suspenda su propia actividad artística, o al menos que se impida su difusión. Escribo esto y la sola pretensión me parece tan alarmante, tan indignante, que me resulta casi increíble. Y sin embargo me temo que la victoria del fariseísmo apenas está empezando a hacerse notar. Es para ponerse a temblar.