Envidio a quienes tienen buena memoria y han formado en ella –como los integrantes de esos “grupos de resistencia” de la novela Fahrenheit 451– una pequeña biblioteca. Los casos más portentosos que he conocido corresponden casi todos a escritores. El viejo Nicanor Parra, a punto de cumplir los cien años, era capaz de traer a la conversación poemas de la más varia procedencia, pero también pasajes enteros de Shakespeare (en inglés), o el manifiesto ecologista de Daimiel, de 1978, pongo por caso. Recuerdo bien el modo tan particular en que se sumergía de pronto en su memoria oceánica y, absorto, removía los labios hasta dar con lo que buscaba.
También Rafael Sánchez Ferlosio, a sus más de noventa años, guardaba en su memoria todo tipo de textos que era capaz de recitar fielmente: pasajes de la Divina Comedia (en italiano), incontables poemas de su querido Antonio Machado, fragmentos de viejas crónicas tardomedievales o de la Biblia, era impresionante. Lo hacía con su característica timidez, como temiendo que uno tomara aquello por ostentación.
Lo más espectacular a que me ha sido dado asistir en materia de recitales de memoria fue un improvisado torneo entre dos auténticos campeones, Rodolfo Fogwill y Álvaro Pombo
Pero lo más espectacular a que me ha sido dado asistir en materia de recitales de memoria fue un improvisado torneo –tal es el término adecuado– entre dos auténticos campeones. Me refiero a Rodolfo Fogwill y Álvaro Pombo. Tuvo lugar hará unos veinte años, en el transcurso de una cena celebrada en el Puerto de Santa María, en el marco de uno de los simposios anuales que allí organizaba la Fundación Luis Goytisolo. Es difícil –e imprudente– reunir a dos personalidades tan fascinantemente acaparadoras y desbordantes –tan eléctricas– como las de Fogwill y Pombo, cada una en su estilo. Aquella noche se sentaron una enfrente del otro, en la larga mesa que ocupábamos al menos una docena de comensales. La conversación entre los dos soltaba chispas. En un momento dado, no sé a propósito de qué, uno de ellos, no recuerdo quién, recitó un poema de memoria. El otro le replicó con otro. Picado cada uno en su orgullo como rapsoda, empezaron a competir recitando cada cual poemas cada vez más peregrinos –cada vez menos “memorables”–, llegando al extremo de recitar, no sé quién de los dos, sospecho que Pombo, un extenso poema de... ¡Manuel José Quintana! Sí, el cívico y ripioso poeta neoclásico laureado por Isabel II.
¡Qué barbaridad! ¡Ocupar la propia memoria con poemas de esa índole! ¡Eso sí que parecía una exhibición y un derroche!
Fogwill contaría en otro lugar lo importante que había sido para él echar mano de su “biblioteca” mental cuando estuvo preso varios meses, muy a finales de los 70, durante la dictadura argentina.
Algo semejante decía Jorge Semprún al recordar el tiempo que pasó internado en el campo de concentración de Buchenwald, en 1943. La posibilidad de acceder libremente a los poemas que se sabía de memoria, a su “propia antología privada”, le ayudaron a sobrevivir a esa atroz experiencia, a salvaguardar el sentimiento de sí mismo. “Susurrarte poesía a ti mismo o recitarla en voz alta te transmitía una sensación de independencia, te permitía imaginar por un instante que te pertenecías a ti mismo de nuevo. Es como una terapia... Estás en medio del cuarto de baño comunitario... todos te empujan por llegar a las piletas gigantes donde sale el agua, y en medio de ese formidable hedor, de esas pestilencias nauseabundas, te dices: ‘Calme, calme, reste calme! Connais le poids d’une palme’. Estás recitando a Paul Valéry y de repente estás solo, eres autónomo, tienes intimidad.”
Semprún luchaba por preservar su propia individualidad en una situación en que la brutalidad y la masificación conspiraban para arrebatársela. Pero, a la inversa, también el aislamiento extremo y la soledad pueden tener sobre uno mismo efectos disolventes de la propia personalidad. Fue de eso de lo que se defendió Fogwill en la cárcel, con su memoria portentosa.
Hoy delegamos en toda suerte de prótesis tecnológicas nuestra memoria, que los nuevos métodos de enseñanza apenas se esfuerzan en estimular y en amueblar. Pero una memoria bien equipada y ejercitada es un patrimonio portátil e inalienable, un garante de nuestra autonomía y un arma de resistencia. Estos días parecen particularmente adecuados para considerar su valor y su importancia