Dejé dicho en mi anterior columna que volvería sobre el asunto de la literatura de encargo. Y como suelo olvidarme de estas cosas, cumplo enseguida con mi promesa. Estaremos todos de acuerdo en que la literatura de encargo no tiene muy buena fama. Ocurre con ella como con lo de ser un “escritor profesional”, una etiqueta con la que muy pocos se sienten cómodos. En un caso como en otro, parece como si quedaran rebajadas, cuando no puestas en entredicho, algunas de las connotaciones que todavía impregnan fuertemente, a menudo confundiéndolo, el concepto más al uso de autoría. Connotaciones de artisticidad, de creatividad, de originalidad.
Estaremos todos de acuerdo en que la literatura de encargo no tiene muy buena fama. Ocurre con ella como con lo de ser un “escritor profesional”, una etiqueta con la que muy pocos se sienten cómodos
Pese a lo cual, la literatura de encargo no ha dejado de desempeñar un papel nada desdeñable en la literatura contemporánea, también por estos pagos. Así, a bote pronto, se me ocurren un montón de novelas españolas que tienen por origen un encargo. Novelas de todo tipo de autores, comprendidos nombres como los de Cela, Benet, Pombo o Vázquez Montalbán, para que vean. Y tantísimos otros. Por no hablar de la infinidad de relatos escritos asimismo por encargo, ya sea para una antología temática, para un número especial de revista o para un suplemento de verano, por ejemplo.
Me limito ahora al concepto más convencionalmente restringido de literatura. Si lo ampliáramos y lo abriéramos al ensayo y al articulismo, deberíamos hablar del encargo como un factor muy determinante de la producción intelectual de nuestro país.
Y luego está, claro, el enorme caudal de literatura que, si bien ha sido escrita sin que medie el encargo de nadie, en definitiva se atiene con tanto o más rigor y servidumbre a las demandas y expectativas de la última moda o tendencia, del público, de un editor, del jurado de un premio...
Lo decía Belén Gopegui en una charla leída en 2007 y recogida en Rompiendo algo: “La exaltación del individualismo y de la libertad del artista no es sino una forma de encubrir el modo en el que hoy los artistas, los novelistas, los guionistas, salimos a la plaza del mercado como antes hacían los jornaleros. Salimos a vendernos, salimos a comprobar si hemos acertado con un encargo que no se formula explícitamente pero que está ahí”.
Dejemos entonces de mostrar tanta aprensión a estas dos categorías, la de “escritor profesional” y la de “obra de encargo”. Ninguna de las dos, por otro lado, tiene por qué lesionar el sacrosanto derecho a la “propiedad intelectual”. Como mucho, le restan un poco de glamur.
En un coloquio celebrado hace un par de años en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, a propósito de los nuevos límites del realismo, la moderadora, la periodista Inés Martín Rodrigo, preguntó a los participantes –Daniel Gascón, Elvira Navarro e Isaac Rosa– si se animarían en algún momento “a escribir de lo que está pasando ahora”. Rosa contestó: “Si me lo piden, sí. Lo digo porque siempre echo de menos cierta demanda por parte de los editores. Igual que me piden artículos, me gustaría que me pidieran novelas”.
Pero a lo mejor de lo que se trata es de no esperar a ese encargo explícito y empezar a escribir de una vez las novelas que nadie le ha pedido a uno, ni explícita ni tácitamente, entre otras cosas porque a nadie parece ocurrírsele que se puedan escribir.
La charla de Gopegui a la que he aludido se titula “Retaguardia y ficción”. En ella habla del “repertorio de consignas en apariencia neutrales y que sin embargo marcan los límites de lo que se puede contar”, y postula una narrativa que asuma programáticamente, en función de un proyecto plausible de vida en común, el “encargo” de imaginar posibilidades nuevas no ya para “escribir de lo que está pasando ahora” sino para escribir, además, de lo que podría estar pasando, de lo que muchos sienten que es necesario que pase de una vez.
“El arte no crea la necesidad; pero si esa necesidad existe, tal vez el arte (me refiero a la ficción) pueda ampliar unos centímetros su cauce”, dice Gopegui.
Al final nadie escribe para sí mismo, no al menos si publica. Se trataría entonces de cobrar conciencia de para quién escribe, y para qué.